Que la industria del entretenimiento construye representaciones sobre lo normal y lo prohibido es una premisa de los estudios culturales. En la lucha por los significados, donde no hablamos de absolutos sino de versiones vinculadas con el poder, el deseo y el contexto, la televisión pone en circulación tipificaciones de la identidad y la interacción social. En la programación televisiva pueden notarse los acotamientos sobre la sexualidad y la categorización de lo permisible. La presencia (o no) de personajes homosexuales, bisexuales y lésbicos (en menor grado travestidos y transgéneros), puede ser ahora un tópico a discusión en las series norteamericanas. Pero no necesariamente se trata de roles positivos o protagónicos: la visibilidad podría interpretarse como inclusión, pero depende de la verosimilitud y la franqueza con que es representado el personaje.
     La ausencia de personajes complejos no heterosexuales fue una de las acusaciones de la Gay & Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD) contra la cadena CBS. La presión resultó en cierta medida: la compañía comenzó paulatinamente a incluir roles de género “alternativo” en sus tramas. ¿Qué tan natural resultó la inclusión? Tim (Tim Bagley), el asistente doméstico del protagonista de la cancelada $#*! My Dad Says (fuertemente criticada por el ParentsTelevision Council por su aparente lenguaje “profano”); Brenda (Sara Rue), la lesbiana-jugadora de softball-vientre de alquiler en Rules of Engagement (2007-2012); Owen Florrick (Dallas Robert), el profesor universitario resentido, hermano homosexual de Alicia (Julianna Margulies), y Kalinda Sharma (Archie Panjabi), la ruda investigadora bisexual de The Good Wife (2009-2012). ¿En qué medida estas representaciones son representativas, más allá de las necesidades formato cómico y dramático?
     Del Steven Carrington (Jack Coleman) de la serie Dynasty (1981-1989), el atormentado hijo homosexual reprimido, al asumido Matt Fielding (Doug Savant), el honesto trabajador social de Melrose Place (1992-1999), pasando por el vulnerable Jack McPhee (Kerr Smith) del drama adolescente  Dawson's Creek (1998-2003). De la sexualidad abierta e intensa de Queer as Folk (2000-2005, en su versión USA) a los vericuetos eróticos de The L World (2004-2009),ambos representativos de la programación de Showtime (que curiosamente es una división de la cadena CBS). ¿Cuánto contribuyó a la normalización del tema el abogado Will Truman (Eric McCormack), el disperso Jack McFarland (Sean Hayes) o la ambigua sexualidad de Karen Walker (Megan Mullally) en el sitcom Will & Grace (1998-2006).
     La incorporación de homosexuales y lesbianas integrados a un elenco permanente (Law & Order, por ejemplo, ofrece numerosos ejemplos del tema, pero se trata de casos separados), toma ahora tintes de normalización en la representación de frecuentes escenarios de aceptación (o al menos tolerancia) sobre la determinación de género del pariente: la familia asume la condición abierta de uno de los roles principales, niños y adolescentes se muestran receptivos ante la situación isoerótica del tío o tía. 
     La pantalla televisiva norteamericana comienza un salto de la singularidad aislada del personaje a la normalización de las interacciones de diversos géneros. Más allá de los escenarios de transición de papeles como los de Kurt Hummel (Chris Colfer) y Santana Lopez (Naya Rivera) en Glee (2009-2012), integrados en su entorno parental-afectivo están la pareja de Cameron Tucker (Eric Stonestreet) y Mitchell Pritchett (Jesse Tyler Ferguson) en Modern Family (2009-); el matrimonio de Bob (Tuc Watkins) y Lee (Kevin Rahm) en Desperate Housewives (2004-2012), a lo que habría que sumar el rol de Andrew Van de Kamp (Shawn Pyfrom) y su compañero Alex Cominis (Todd Grinnell). La pareja formada por Kevin Walker (Kasey Campbell) y Scotty Wandell (Luke Macfarlane) en Brothers & Sisters (2006-2011) fueron nombrados una de las mejores parejas de todos los tiempos por TVGuide. Se trata a toda vista de una pauta en series prime time, tanto en el drama familiar como en la comedia.

     Ya sea por criterios de noticialidad, presión de organizaciones o sólo inercia y adecuación ante un momento histórico, la inclusión verosímil y dignificada de personajes no heterosexuales  bien podría ser una estrategia devenida visibilidad sensata con el tiempo: los modos de representación se adaptan. La nueva comedia de Ryan Murphy (Glee, American Horror Story) trata sobre una pareja homosexual  exitosa que, para tener hijos, recurren al vientre de alquiler de una madre soltera (que carga a su vez con hija y abuela). La cadena KSL-TV de Utah, afiliada a NBC, se ha negado recientemente a transmitir The New Normal en su estreno en septiembre de 2012. El criterio: un programa  inapropiado y con personajes ofensivos  para el horario familiar. ¿Se tratará de un caso aislado contracorriente? ¿Representa un indicio de un retroceso? ¿Estamos ante un momento clave para seguir desarrollando narrativas incluyentes?





Una de las pocas cosas buenas del mundo moderno:
Si mueres en televisión no morirás en vano.
Habrás entretenido a mucha gente
Kurt Vonnegut
Reciclando a Hamlet en los noventas

En 1991, el escritor y periodista canadiense Douglas Coupland publicó su primer novela a la que tituló GenerationX: Tales for an Accelerated Culture. En su libro, Coupland describe las personalidades de un grupo de adolescentes norteamericanos que reflejaban el comportamiento de la “generación” a la que él mismo se sentía apegado. El plasmar sus propias experiencias de juventud tuvo como resultado literario una tragicomedia interpretada por estudiantes universitarios que fueron retratados por el autor con una naturaleza cínica e irónica, hedonistas y unidos en amistad por un instinto egoísta de inconformidad social.
     Para el lector, cada una de las interacciones de los personajes de Coupland se encuentra rodeada por una espontaneidad intelectual pero muy alejada de cualquier sentimiento moral. Al analizar los gustos y aficiones que quedan retratados en el libro, los personajes reflejan el que a la postre se convertiría en el estereotipo del comportamiento adolescente de los años noventa: jóvenes adictos a la música alternativa, al sexo sin romance, a la cafeína de tiendas de conveniencia, a la cerveza ligera, a la mariguana de dudosa procedencia, y a los reruns televisivos que son consumidos como una interminable herramienta de aprendizaje y reciclaje cultural.
     La vida de los personajes está guiada por un reconocido dilema: Ser o no ser. Todos parecen estar desesperados por dirigir sus vidas hacia algún lado, hacen toda clase de movimientos pero siempre permanecen estáticos y arraigados emocionalmente al mismo sitio que han elegido como su zona de confort psicológica. Son incluso menos que una generación perdida: son en sí sólo una generación “equis”. Letra que termina representando la incógnita en la gran variable existencial de sus vidas.

Una suave cultura del desastre

Fuera de la ficción de Coupland y como un referente que ayuda a satisfacer la curiosidad del lector, la ahora así llamada “Generación X” fue engendrada por los Estados Unidos al inicio de la década de los setentas y no más allá del inicio de la era Reagan en 1981. Más que un lugar de origen, la nación norteamericana fue desde un inicio la tierra prometida de los “adolescentes equis”. Las razones son en realidad simples y obvias: Estados Unidos es el Gran Mercado. La patria que vio nacer a la Coca-cola y a la televisión de paga.
     La Generación X es la primer gran sociedad consumista de la historia. Se trata de los primeros adolescentes que tuvieron en sus manos más productos y facilidades de vida que cualquiera de sus generaciones predecesoras; sin embargo, parecía que rechazaban rotundamente formar parte del sueño americano que había conquistado a sus padres a inicios de los años cincuentas. El propio Coupland catalogaría el rechazo a este estilo de vida como el origen del comportamiento de la sociedad norteamericana que renació después de la guerra de  Vietnam: una suave cultura del desastre que confundía la estabilidad económica con apatía social. De esta manera, la despreocupación y la falta de ambición formaron los pilares ideológicos más importantes de la Generación X.
     De esta manera, el espíritu consumista de los años ochentas unido al mencionado sentimiento de desinterés por las causas sociales fue lo que dio origen a la imagen de los jóvenes equis, quienes encontraron en un estilo dirty look y en la música grunge el reflejo de su filosofía existencial. Así, la melancolía y el cinismo se convirtieron en los parámetros instauradores de una imagen física y una actitud modelo. Todo gracias al alcance de la señal de MTV.

Olor a espíritu joven

Nada dura para siempre. Como todas las grandes historias de la humanidad, el desenlace de la Generación X estuvo también sumido en la tragedia. La última vez que los jóvenes equis estuvieron reunidos, se encontraron todos cara a cara en los funerales de dos de sus iconos más representativos.
     En la madrugada de Halloween de 1993, los medios de comunicación dieron la noticia de la repentina muerte del joven actor River Phoenix. La promesa de cine que los televidentes habían visto crecer en sitcoms y películas para adolescentes había fallecido por una sobredosis de cocaína y heroína. Como estrella naciente de Hollywood moría con cierta ironía: convulsionándose sobre la acera de Sunset Boulevard. Tenía 23 años.
     Menos de seis meses después, Kurt Cobain, vocalista de la banda grunge Nirvana y padre putativo de la Generación X, emulaba a Hemingway intentando devorar una escopeta cargada sin las debidas precauciones. Kurt no solamente se unía al infame Club de los 27, al acabar con su vida en abril de 1994: también asesinaba los ideales de una generación que jamás volvería a ser la misma sin su atormentado líder.
     La Generación X comenzó a desvanecerse después de la muerte de River y Kurt. Con el paso de los años, aquellos cínicos renegados del grunge que una vez vimos dominados por la moda holgada del dirty look, comenzaron a transformarse en ejecutivos ambiciosos con trajes ajustados en inmaculadas oficinas de trabajo. Los que alguna vez fueron jóvenes en los noventas, no soportaron el choque existencial que se produjo como consecuencia de pasar los treinta años de edad descubriendo poco a poco que una imagen desaliñada no podía ser mantenida por siempre: el cabello de los adolescentes equis parecía rehusarse a seguir adherido a sus cabezas mientras que los pantalones rotos y las camisas de franela comenzaban a verse ridículas sobre aquellos prominentes estómagos alimentados por más de una década con café altamente endulzado, comida chatarra y cerveza que no resultó ser tan ligera después de todo. La imagen como reflejo de una actitud cool tuvo que ser sacrificada en ese momento para no perder el bello recuerdo de lo que pudo haber sido. Después de todo, los adolescentes equis no habían sido testigos de un sueño asesinado por el fanatismo radical, como sucedió con la muerte de Lennon en 1980. Ahora presenciaron la autodestrucción de su propia generación consumida por la presión de no ser capaz de mantener aquel peculiar “olor a espíritu joven”.  

 Renovarse, morir o resucitar en el nuevo milenio

Como recordatorio de que todo en esta vida consiste en renovarse o morir, el surgimiento de nuevas preguntas existenciales para las sociedades dio paso al nacimiento de la así denominada Generación del Milenio. Sus integrantes son jóvenes que nacieron en la década de 1990 pero ya los consideramos seres del nuevo siglo: son adictos al internet y al consumo sacro de productos tecnológicos, forman parte de alguna red social, son inseparables de sus celulares inteligentes, utilizan reproductores mp3 para remplazar los riffs del grunge y usan la moda hipster para olvidar el dirty look.
     Para la Generación del Milenio, ningún acontecimiento había marcado sus vidas hasta el 11 de septiembre de 2001, fecha que los jóvenes recuerdan por ser la única ocasión en que todos los canales de televisión se sintonizaron bajo una misma transmisión: el derrumbe de un símbolo político y económico norteamericano que marcó la consolidación de la cultura acelerada, un punto de partida para el surgimiento del activismo como generador de cambio ante fenómenos sociales más complejos. Así, la lucha contra el terrorismo, la unión económica mundial, los derechos de las minorías, el desarrollo sustentable, y la participación política ciudadana, son sólo algunos de los temas discutidos por los jóvenes del milenio que ya desafían al estado catatónico en el que vivió la Generación X durante toda su existencia. De esta manera, el “renovarse o morir” implicó una resurrección filosófica en contra de la apatía de los jóvenes equis, quienes bajo el escudo de la melancolía simplemente dieron la espalda a los problemas mundiales.
     Sin importar si el autor de estas palabras fue alguna vez un adolescente equis, o si es un joven del milenio, como parte de mi miedo al ostracismo social procuro rezar diariamente a todos los santos de la cultura pop: para que el recuerdo de mi generación subsista a través del tiempo y no sólo quede plasmado en algún wiki o blog como contexto introductorio a las entradas “MTV” y “iPod”. Si un verdadero cambio de percepción en los compromisos sociales está por suceder como resultado de la invención de la cultura acelerada, quizá sólo el paso del tiempo lo dirá.  



SOBRE EL AUTOR: Tapatío por orgullo y nacimiento. Es Licenciado en Relaciones Internacionales pero siempre ha dicho que “Internacionalista” está mejor. A pesar de su formación humanista, estudió un MBA sólo para demostrar que nada en este mundo está peleado.En la actualidad, a pesar de estar entrando a sus treintas, “Lalo” es ya demasiado viejo para Hamlet y demasiado joven para Lear.  Blog personal




Desde la pura fascinación del fenómeno, desde el impulso de establecer vínculos personales con la anécdota, es que hago esta breve reflexión sobre la restauración del Cristo de Borja.
     Mi primera reacción fue pensar en el gran negocio que se iba a volver el icono religioso, cosa que ya está sucediendo, tanto en términos turísticos, como de marca. Ahora que el ayuntamiento decidió registrar la marca Ecce Homo en todas sus variaciones, y que está recibiendo turismo nacional y extranjero, creo que es ahora cuando más interesante se puede volver el caso, a pesar de que se diluya en la marea informativa.
     Dos puntos son las que más me asombran del incidente: 1) El registro comercial de una marca respecto de un tema religioso por parte de un ayuntamiento, lo cual genera serias contradicciones entre el culto y la explotación industrial (como pasó con la imagen de la Virgen de Guadalupe en México). 2) el fenómeno turístico desatado, aparentemente, por la curiosidad de ver la ineptitud de la restauradora al no seguir el canon de recuperación de la obra artística. Es un fenómeno de reapropiación viral de un símbolo que, probablemente no coincida con las creencias religiosas de la gente y, a pesar de ello, vuelva a esa iglesia célebre. Fama involuntaria.
     Ya quisiera la institución católica atraer tantos feligreses como lo hará ahora vía el turismo, gracias a una imagen que ha sido mutilada, según los ortodoxos. Lo que tal vez menos quisieran los líderes de la iglesia que la gente identificara como emblemático de Borja ahora es la gran oportunidad económica y de reconocimiento para un pequeño pueblito de la provincia de Aragón. Tierra de Buñuel, nunca dejas de sorprendernos.
     Este incidente ha despertado en mí, como en mucha gente, la curiosidad. Hace años que no tenía ganas de ir a una iglesia, ahora gracias a la buena fe de una señora octogenaria, me ha vuelto el espíritu peregrino.   Quiero ver a todos esos turistas que han recuperado el interés por ver una imagen religiosa. Quiero oír los comentarios sorprendidos y, tal vez, hasta ver algún sensible que sufra de síndrome de Stendahl ante el gran trabajo de doña Cecilia. Auschwitz, la franja de Gaza, el turismo “dark” y el turismo de guerra parecen ceder ante esta nueva forma de viaje de placer. El encuentro, no ya con la experiencia última o la obra de arte, es la peregrinación del meme.


Sin demérito alguno para su contribución a la narrativa televisiva norteamericana, ¿qué son The Twilight Zone y The Alfred Hichcock Hour sin las presentaciones de Rod Serling y el director británico? Abrir el programa con una melodía reconocible, cerrar la emisión con una voz de tintes sarcásticos, un one-shot en cada capítulo, un paseo por el género de lo fantástico, el suspenso, la ciencia ficción y hasta el thriller psicológico.
     Cuando hablamos de narrativa solemos entrar de lleno a discutir personajes, acontecimientos y transformaciones, pero poco hablamos acerca de la construcción de una composición efectiva que vaya más allá del relato. Parte de la predictibilidad que el fandom interioriza, el formato contribuye a la estabilidad del producto, pero también favorece su extensión narrativa a otros soportes. Si en el periodismo el despiece asegura un “densidad” de la información a través de gráficas, testimonios, cronologías, notas de color y otros paratextos, en la televisión seriada el formato significa no una periferia explicativa, sino un ritmo interno encapsulado y necesario para el consumo. 
     Las distintas versiones de la franquicia Law & Order se mantiene precisamente por un formato reiterativo donde el opening ya clásico, las direcciones en pantalla o un sonido decisivo se vuelven determinantes para la construcción de las historias.  Dann Florek, uno de los protagonistas de la serie, llamó “The Doink Doink" al audio de transición, acompañado de un fade out, que antecede a una secuencia importante en la serie. La aplicación Law & Order Legacies, desarrollada por Telltale Games para Universal,  incluye una extrapolación de los motivos visuales, el manejo de los silencios, el manejo actoral y los guiños narrativos propios del género policiaco televisivo, pero especialmente de los acuñados por el programa.
     ¿Qué relevancia tiene para series como 24 y las versiones de C.S.I. la inclusión de pantallas divididas en su forma de relatar? ¿Qué sería de programas como Grounded for Life (2001-2005) y How I Meet Your Mother sin la edición de cortes rápidos y flash backs rítmicos? ¿Qué de Modern Family sin los interludios en corte seco de las entrevistas aclaratorias de sus personajes?
     Salvo las telenovelas, con su formato anonido y entradas ingenuas, Latinoamérica no ha desarrollado una tradición de acuñar guiños narrativos, no tantos los propios del género, sino modos de contar específicos de cada producto. Aunque pondría aparte algunas producciones de Nao Films para Cadena 3 (XY) y Argos para Canal Once (Las Aparicio), e incluso una producción interesante de Televisa, Los Simuladores, con algunos dispersos tonos de humor inglés y cierta arrogancia discursiva. ¿Qué debemos decir del valor narrativo y social de Capadocia para HBO o de la pretensión mística conspirativa de Kdabra para Fox?
    Hace pocas semanas caí en cuenta de la frescura que representa Enchufe.TV, un canal digital ecuatoriano producido por Touché Films desde 2011. Más allá del presupuesto austero y cierta oscilación actoral, los realizadores han conseguido algunos estupendos one-shots de comedia de situación con algunos elementos itinerantes e indeterminados, con un dominio evidente de guiños del género y del cine contemporáneo, pero también de un ritmo narrativo transversal propio. La potencia de sus guiones radica precisamente en un entendimiento del contenido y el humor con desparpajo, por supuesto, pero también de un formato distintivo y apropiable por los usuarios. ¿Qué ejemplo podemos poner en México? Si la Familia Peluche y María de Todos los Ángeles no pertenecieran a Televisa, ¿podríamos hablar con fortuna de comedias con tino y tono, contenidos de lo posible mexicano en la comedia, lengua aguda, guión incisivo, albur distendido? ¿Al Derecho y al Derbez, Derbez en cuando y XHDBZ representan el formato de comedia al que puede aspirar el país? ¿La salida son los formatos breves y léperos  de La familia del barrio y Vete a la Versh?


Años de tinta han corrido desde que Ariel Dorfman y Armand Mattelart escribieron, hace cuarenta años, su emblemático ensayo sobre el imperialismo cultural asociado a los dibujos animados de Disney. Ahora, parece que la fórmula se vuelve visible y evidente ante las nuevas búsquedas americanas de que los espectadores se involucren. 
     En la edición de Comic Con 2012, el ejército americano lanzó el webcomic America´s Army, que puede ser leído en la página web o en la aplicación gratuita para iPad o Android. Esta versión gráfica animada complementa la plataforma de videojuego conocida como AA3, lanzada en 2002. 
     La revista Wired dedicó en julio un artículo a este lanzamiento y hace poco menos que destrozarlo. Hace sangre de los guionistas y de los encargados militares del proyecto que señalan el desarrollo de esta herramienta de comunicación como un mecanismo para informar de los distintos trabajos que el ejército estadounidense ofrece. En otros tiempos simple y llanamente se le hubiera llamado propaganda o mecanismo de reclutamiento. 
     Al margen de la calidad (o falta de ella) de la historia, el fenómeno llama la atención. Después de casi sesenta años de financiación de películas por parte del ejército (cfr. Tony Shaw, Hollywood´s Cold War, 2007), pareciera que las nuevas tecnologías (juegos de video, plataformas en internet y cómics digitales) comienzan a volverse un modo de representación de los valores patrióticos, pugnando por un espacio en el imaginario social de aquel país.  
     Aunque el Pato Donald hizo una gran labor por su país, parece que la propaganda encubierta comienza a dar paso a formas mucho más directas de atraer y vincular al espectador con el universo militar, ávido de nuevos reclutas. No olvidemos que desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha mantenido un ejército permanente. 
    Webcomic y videojuego –que, por cierto, también sirvió como simulador para entrenamiento de soldados- son las nuevas inversiones para el desarrollo de la industria bélica americana. La realidad supera a la simulación, la ficción hace tiempo fue superada. 


Con el agotamiento, casi fastidio, de las narrativas de niños magos, hombres lobos y vampiros depresivos, el relato fantástico en televisión aún mantiene cierto interés por escenarios medievales,  reconstrucciones de cuentos de hadas y pandemias ominosas, acaso también el peso de la invasión alienígena, el final de los tiempos y las paradojas cronales. ¿Supernatural, Grimm, Once Upon the Time y Neverland por encima de Vampire Diaries, Secret Circle y Teen Wolf? ¿Tienen oportunidad Falling Skies y Continuum frente a historias de horror suave bañado en drama adolescente?
     Si Walking Dead y Game of Thrones funcionan ahora como relatos ejemplares de lo fantástico en TV, sin menospreciar los mundos ficticios desarrollados en Reino Unido y Canadá con series como Doctor Who, Torchwood, Sanctuary y Eureka, ¿qué narrativas en cine y literatura hablan a los jóvenes después de Harry y Bella? ¿Qué representa la trilogía de The Hunger Games (2008-2010) frente a Harry Potter y Twilight? ¿Significa la continuación de una veta comercial que parangona libro y filme, novelas “oportunas” frente a nichos estratégicos?
     El mundo narrativo a lo largo de la trilogía de Suzanne Collins habla más de sólo juegos a muerte de colonos hambrientos. Porque relatos de enfrentamientos transmitidos no son precisamente pocos. Su parecido con la novela japonesa  Battle Royale (1999), a veces resaltado en tono acusatorio podría matizarse si se consideran los relatos The Prize of Peril (Robert Sheckley, 1958) y The Running Man (Stephen King, 1982), germen de las películas Le Prix du Danger (1983), Das Millionenspiel (1970) y The Running Man (1987). O las versiones de Rollerball de 1975 y 2002. O las propuestas de Dead Race de 1975 y 2008. O The Condemned (2007). Todos games shows y los requisitos del formato: sujetos del tipo no-quiero-matar-pero-deseo-vivir, audiencias morbosas y  encierros calculados. Porque los límites de la jaula potencia los límites del héroe: como en los comics Xtreme X-Men #10-17 (abril-oct 2002) y X-Men: Second Coming (mar-jul 2010), o en la reciente Battleship (Peter Berg, 2012) y, por supuesto, The Hunger Games (Gary Ross, 2012): porque aislados peleamos mejor,
     El mundo narrativo de Panem (donde transcurre la acción de los juegos del hambre), con sus referencias a la historia de Estados Unidos y su crítica al entretenimiento televisado, se distingue por su condición de agotamiento de las convicciones. The Hunger Games no habla de adolescentes seguras de su apego vampírico, ni de estudiantes magos seguros de su destino como libertadores. Si algo hay en estos juegos, a lo largo de tres novelas, es la sensación de simulacro, engaño y la expectativa constante de traición.  También un desgaste en las instituciones y una lógica de la sobrevivencia: la necesidad de alianzas oportunas, la prioridad de construir una fachada, el sostenimiento práctico de la máscara. Más que una batalla frontal, tenemos una apología multinivel de las agendas secretas y las conveniencias: ambivalencia amorosa y contención emocional, asunciones frágiles y pactos oscilantes, simulaciones de convenios y relatividad en los aliados. Con la primer película estrenada este año, falta por ver si se rescata al final este discurso que me parece mucho más novedoso en la literatura juvenil que el acotamiento perceptual de unos juegos de sobrevivencia y una historia de amor. Porque más allá de esto hay una revolución que sabe a inercia, fastidio y agotamiento, donde Katniss Everdeen entiende la practicidad de volverse un símbolo colectivo desde la necesidad de su individualidad misma: acaso el espíritu de la época.

A pesar de los constantes discursos sobre la democratización tecnológica y la posibilidad de la producción de contenido por cualquier ciudadano, lo cierto es que los medios de comunicación y las instancias gubernamentales siguen jugando un papel fundamental en la implementación de las nuevas tecnologías en las narrativas de lo real.
     Periódicos como The Guardian, The New York Times o Le Monde han ingresado al mundo de la creación de narrativas por internet, sean documentales web, reportajes o noticias interactivas, “newsgames” o páginas web destinadas a contenidos informativos con un soporte interactivo. Otros de los promotores de este tipo de productos son The National Film Board de Canada, o el British Film Institute, que nacen como plataformas de promoción asociadas a un proyecto de gobierno y a una política pública (habitualmente acompañados de fondos, becas o ayudas para su desarrollo).
  The Documentary Organization of Canada, grupo de productores independientes surgido en Toronto, es uno de los primeros sitios web en organizar un catálogo de documentales basados en el uso de internet como soporte. “I-docs” o “web documentaries”, como suelen ser conocidos, es uno de los nuevos formatos de reciente aparición que comienzan a tener presencia en festivales y premios, así como en las parrillas de programación de las televisoras a través de la red.
     La indexación de i-docs es muy amigable al usuario. La posibilidad de búsqueda por campos (título, tema, plataforma o propósito) permite no sólo encontrar los productos, sino también mostrar ya algunos indicios de categorización o división teórico-funcional de los documentales. Las otras dos opciones son búsquedas alfabéticas o por año de producción, lo que también arroja una línea del tiempo donde encontramos proyectos de hace cerca de quince años.
     Excelente espacio de búsqueda de nuevos modos de entregar información y que también sirve como base de datos para trabajos de investigación académica.



Porque todo se trata de temas arquetípicos: la separación de los amantes, el regreso a casa, la búsqueda del padre, la revelación del secreto, acaso la venganza, en sus formas básicas: el desquite, el ajuste de cuentas, la necesidad de un equilibrio. Esto es lo que descansa detrás del estupendo híbrido que resultó ser Paranorman (Chris Butler y Sam Fell, 2012), una historia de malentendidos y reparaciones,  sobre infantes aislados desde su condición de “aquello”.
     La nueva película animada de Laika Inc. es una delicia de referencias y cruces estéticos y culturales. Aunque el estudio había  ya demostrado con Coraline (2009) su solvencia para desarrollar la distorsión, el surrealismo  y lo gótico, ahora con Paranorman apuesta por un híbrido de la historia norteamericana, donde las festividades, el cine y el consumo parecen charlan alienadamente. Aquí se suman el pasado de las brujas de Nueva Inglaterra con los estilemas propios del cine B, escenarios y guiños ochenteros con el uso de tecnología propias del cambio de siglo. Así que tenemos una parodia-homenaje, donde confluyen iPods con intentos de break dance, Youtube con máscaras de hockey a la Jason Voorhees, mensajes de texto habituales con grandes guayíns  familiares, combis traqueteadas de adolescentes con el uso de smartphones, Internet ilimitado con carteles vintage. Si Monster vs Aliens (Letterman y Vernon, 2009) es un homenaje al cine B con algunas referencias a elementos actuales, guiños de contemporaneidad con el espectador, Paranorman resulta un pastiche inteligente (y un buen construido humor) con un mundo que es así de entrada: mezclado, asumido, interiorizado en la cotidianidad de los personajes. ¿Dónde transcurre la historia? ¿En 2012, en un pueblo atrapado en los ochenta, con un niño atrapado en los cincuenta, con las consecuencias de un leyenda de hace 300 años? ¿Es una película de los ochenta con un ejercicio de postcontinuidad a través del uso de los gadgets? ¿Es Norman Babcock  un niño gótico-geek depresivo de este siglo o el nerd tétrico de hace 30 años?
     Paranorman es el relato del niño extraño,  incomprendido y humillado en casa y escuela. Pero también es una explicación en paralelo sobre el miedo detrás del abuso y la violencia: Norman tiene 11 años, ve películas de zombies y ve cotidianamente fantasmas. Una vergüenza  para su padre y hermana porrista. Objeto de burla en corredores escolares. Pero Norman es el distinto que deviene concilio, lo tangencial que revela la dicotomía del que abusa desde su poder. 
    Víctima y victimario son aquí momentos, no condiciones, escenarios diluidos de resarcimiento y desquite. Paranorman habla de puritanos pueblerinos que por temor asesinan niñas devenidas brujas, se burla de 300 años de orgullo por la ejecución de alguien que resultó “algo” en la historia identitaria local, se divierte con habitantes transformados en muchedumbre histérica por la decisión profiláctica de matar zombies transformados en penitentes. Pero, sobre todo, Paranorman habla de una bruja que fue una niña abusada que se regodea en el presente del abuso que inflige a los otros: miedo y dolor se confunden: ira y justicia se emparentan. 
     Paranorman es un elogio de la conversación como solución, del tiempo de escucha como preámbulo. Pero con fantasmas, brujas y zombies.