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En ciertos escenarios disfruto la palabra “puto”. En lo privado y entre los amigos. Porque hay un resquicio de regocijo en ser un puto o una puta, aunque les duela en su moral, o les arda, y es divertido, porque en determinados contextos, los personales y bajo el placer, suena y sabe a cabronería de la chingona, huele a sexo arrogante, a empoderamiento. “No mames, wey, soy un puto” suena a “machín” jarioso en una falsa escena de humildad.

Por la polisemia, claro, “puto” designa múltiples categorías —y manipula ontológicamente: designa tanto orientación como tratamiento, saludo afectuoso pesado y señalamiento punitivo. Opuesto a “macho”, el “puto” es también dicotomía con el aficionado futbolero febril, tan varonil y tan alfa, tan dado al agarrón de nalgas, al lucimiento del “paquete” increpador ante otros hombres, al grito histérico como de “vieja argüendera”. Es decir, diferentes, pero se rozan.

El “¡puto!” masivo de Brasil es, de hecho, agresión lúdica heteronormatizada disfrazada de “folklor” mexicano, esencia “pícara” e inevitabilidad de la “raza”: porque dicen las malas lenguas que así somos al gusto. Es “costumbre” de lo visible vendida como tradición y sentido de fiesta, resonancia límbica parapetada en la colectividad. Es “naturalidad” discursiva que no se asume homofóbica, porque el relajo y el disfrute del momento diluyen el derecho a la dignidad de “los otros”, los sopla almohadas, los muerde nucas, los otros que no entienden la vacilada. Justifican que la picardía es ingenuidad candorosa, cuando en realidad tiene bastante de cinismo, insidia y desvergüenza. Es que así somos, señora FIFA, tan buenos con el consuelo este nacionalista del "des-madre" y el albur. Es que mis tacos sin chile no me saben.

Para aquellos que matan al mensajero apelando a la conducta reprobable de la FIFA se nublan ante el mensaje. Falacia ad hominem que sirve como un distractor del acontecimiento real: la conducta localizada de un grupo de mexicanos en un evento internacional con cobertura mediática mundial.

Que la FIFA pueda ser una organización corrupta puede quitarle la autoridad ética para criticar el asunto, pero aún detenta la autoridad normativa para aplicar una sanción justificada por comportamiento reprobable y violencia simbólica en uno de sus partidos. Yo no argumento sobre los vicios de carácter de un juez misógino para que deje de castigar a un agresor de mujeres. El organismo tiene facultades reguladoras, más allá de su liviandad en aplicarlas, que transforman el hecho en un asunto político entre naciones. Si somos maliciosos, para la FIFA el caso es más un tema de diplomacia salvada que de preocupación humanista, una estrategia de relaciones públicas que sentará un precedente. En este sentido tiene el derecho, pero también la obligación, sobre todo en un contexto intercultural que no tiene por qué disculpar los “folklorismos” de nuestro país. Pueden interpretarlo como que el organismo “se curó en salud”, o que está tomando medidas precautorias y aleccionadoras, y que México es el ejemplo: “mala suerte, putos”.

Para aquellos que no consideran el matiz invisible del suceso, que justifican con expresiones similares con “es mi naturaleza”, “nomás fue tantito”, “no fue a propósito” o “qué nena eres”, tal vez encuentren significativa su coincidencia con la defensa usual del racista, el golpeador y el agresor sexual: una disculpa basada en el desconocimiento de los límites y la falta de respeto a la integridad y la autoestima del otro. Para los que hablen del concepto de la euforia irracional de la afición, golpear a un “puto” en un callejón  también tiene mucho de espectáculo, señores, y más de miles se regocijan en ello. Para aquel que ha sido agredido, expulsado, denigrado o despreciado por ser “puto”, miles de personas vociferando la palabra con desprecio “divertido”, evoca escenarios de duelo, dolor y angustia. El derecho a gritar “¡puto!” con “fines de distracción” (que no de ofensa, por supuesto) no es una libertad merecida, si parafraseo a Mircea Eliade, porque no estás dispuesto a aceptar las responsabilidades de las consecuencias de esa libertad gratuita, diluida ventajosamente en la multitud.

Como a muchos les (nos) enseñaron desde niños lo justificable y “normal” de la agresión verbal en el espectáculo deportivo, es natural que apelen a la pasión por el juego y la euforia del momento, los ánimos enardecidos, para justificar la mala patada de ofender “no queriendo” a un sector de la población —que no escucha precisamente un neutro “¡orientación sexual!” cuando miles gritan “¡puto!” hacia una cancha. Es el patrón que aprenden tus hijos, viéndote arrojar saliva, maldiciendo, pendejeando, utilizando un término despectivo “tan mexicano” en un contexto de enojo o acoso hacia una persona.

El sujeto que no asume el poder de las palabras, acostumbrado a ver estos “inofensivos” acosos colectivos vueltos convención social, es usual que represente la queja como hipersensibilidad y no un derecho. Es lógico que maximice el peso de la sanción posible y minimice el acontecimiento. Están atrapados en la “ficción dominante”, de la que habla Silverman, aquello que vale como realidad “real” para una sociedad determinada. Algo parecido expresó algún White Anglo-Saxon Protestant, frente a su televisión de los años setenta: “qué negros tan sensibles, ¿qué tiene de malo que les digamos monkeys?”

En la pertenencia a un sistema de signos volcado en contexto, la denotación de “negro” también conecta culturalmente con otros sentidos. El vocablo puede sonar a “virilidad”, “fortaleza” y “resistencia”, con frecuencia capitalizados, o evocar fantasías sexuales en las plantaciones de algodón, Mandingos a la carta, también acaso rentables. El problema descansa, sujeto racista en turno, cuando la palabra forma una isotopía natural con representaciones usualmente denigrantes relacionadas con lo “negro”: “sucio”, “tonto”, “inculto”, “animal”. 

Todos sabemos en México en qué contexto se utilizan las expresiones “No seas cora” y “qué indio eres”, más allá del uso étnico “real” del término. Conviviendo con la definición simplona de diccionario, el habla lleva a cuestas los complejos y bondades de su cultura, pero también el poder de cargar las palabras con la precisión de lo paralingüístico: la sospecha en la voz, el tono de desprecio, el énfasis sarcástico. La lengua es también creencia corporeizada.

Con “joto”, “puto” y “marica”, expresiones usualmente vejatorias para designar la homosexualidad, es común que en la charla cotidiana —y en el grito masivo— tengan una resonancia con “cobarde”, “quejumbroso”, “llorón”, “débil” y “chismoso”, pero también con “pendejo”, “imbécil” e “inútil”. Elija usted, que lo educaron “como deben-ser los machos”, que no llora jamás como “niña”, que no se “raja” como las “viejas”. Usted que se regodea en decir lo que es un “hombre”: “poder”, “valentía”, “fortaleza” y “gallardía”. No es tu culpa, machín, pero tampoco te disculpa. Modeladas en el mismo escenario, es común que ciertas mujeres utilicen la palabra “puto” para todo lo anterior, pero también como estrategia emasculante, un cuestionamiento al deber-ser de la masculinidad, un sinónimo de “poca hombría”. Y aparte está el grito en el estadio que, claro está, no tiene NADA que ver con este párrafo.

 En la liguilla de la escuela de tu hijo, ¿te sentirás ofendido si en las gradas le gritan “puto” porque falla un penalti? ¿Dirás que es parte del juego, que no lo hacen con mala intención, que así es el deporte? ¿Te sentirás abochornado porque la palabra te significará que clasifican a tu hijo como “jotito”, es decir, “menos hombre”, o porque la interpretarás como que para ellos tu chamaco es un “pendejo”?

Si afirmas que expresiones de este tipo son inofensivas y parte esencial de “nuestro” México”, repíteselo al niño al que, indefenso y llorando, una treintena le gritan “puto” en el salón de clases. Dale ánimo, cabrón machito, date gusto: “qué exagerado”, “lloras como niña”, “no sea joto y aguántese”.

El caso del “¡puto!” en Brasil resulta incómodo para muchos porque vuelve visible el efecto colateral de nuestra crianza. A nadie le gusta escuchar que lo que tanto ha disfrutado manifiesta desprecio y desconsideración hacia ciertos grupos. Que es un sujeto entrenado culturalmente con patrones mentales patriarcales, judeocristianos y heteronormativos, donde lo masculino encontró su confort y acomodo.

Este “¡puto!” nos habla de lo invisible de nuestra cultura y las posibilidades de madurez y confrontación. Un organismo deportivo tenía que venir a decirnos lo que décadas de literatura y estudios han reiterado. Ir al sur para darnos el norte: que no basta con escudarnos como “cabrones”, tirar la piedra y defendernos con la torpeza del esencialismo lépero nacional: “si así somos, para qué nos invitan” reza un meme. Es un tema de replicación cultural basada en nuestras broncas de autoestima patriotera. Nos enseña que la cotidianidad no necesariamente implica permisión. En este estadio, fuimos otra vez los “salvajes”. Es un asunto intercultural y de reconocimiento de identidades. Sobre todo, resulta un caso táctico para explicar la relevancia de la educación para la paz y la comunicación con perspectiva de género.
JUAN PEDRO DELGADO estudió literatura con cierto desgano, pero se encontró con dos o tres obsesiones y en un puñado rubik de teorías. Mantiene una relación un tanto enferma con la cocina, la semiótica, las narrativas transmediáticas y las mitologías emergentes. Dice que no cree en nada, pero todos saben que vive en una constante negación. Hubiera deseado ser íntimo de Bataille, Foucault y Papini, pero se conforma con las amistades locales que, por lo demás, suelen ser una delicia

Sinopsis
Estela (Andrea Vergara), hermana adolescente de Heli (Armando Espitia)  se enamora de un cadete de la policía, Beto (Juan Eduardo Palacios). Después de un decomiso y destrucción de drogas por parte del ejército mexicano, Beto se roba dos paquetes de cocaína para venderlos y casarse con Estela. Quieren huir juntos a Zacatecas y ahí desposarse. Mientras tanto, esconden los bultos en el tinaco de la casa del padre de ella.
Heli los encuentra y destruye. El dueño de la droga, un comandante de la policía, secuestra a Beto, Heli y Estela para recuperarla. Al no obtenerla, tortura a los dos jóvenes y desaparece a Estela. La supervivencia, la tragedia que marca a la familia y la venganza se volverán las motivaciones de Heli, a quien acompañamos a través de este viacrucis.
Contexto y debate de la película

Mucho revuelo, película polémica y, aún así, merecedora de la Palma de Oro a mejor director en el Festival de Cannes (el más prestigioso del mundo, sin atisbo de discusión), Heli (Escalante, 2013) es, sin duda, una de las películas mexicanas que merece un análisis detenido.



Tercer largometraje de Amat Escalante, Heli ha llamado la atención entre otras cosas – por la violencia explícita, por la mostración descarnada. En una de las escenas se tortura a uno de los personajes, Beto (Juan Eduardo Palacios) quemándole con gasolina los genitales. La visualización de la brutalidad, donde los artífices de tal atrocidad son policías mexicanos, ha generado expectativa, incomodidad y muchas preguntas sobre la ya vieja cuestión de los límites de la representación de la violencia. Problema planteado de manera magistral por el texto de Jacques Rivette “De la abyección”, publicado en 1961 en Cahiers du Cinéma, la célebre revista francesa (1)

Me parece que la violencia de la película no proviene de esta confrontación escópica: el mirar el acto violento no es lo peor. Es el desasosiego que invade al espectador después de ese momento y que lo acompaña todavía por largo rato. Son las consecuencias, las heridas del abuso lo que lastima. El cuerpo ya no es objeto de deseo (2), es objeto de tortura y, todavía después, el director nos mantiene ahí, al pendiente de cómo Heli vive con ello. Este ejercicio de acompañamiento a un personaje abusado plantea todas las preguntas que películas similares han hecho, con mucho tino y excelente factura, lo que sin duda pone a Escalante entre los nombres relevantes del cine de arte contemporáneo. Pienso, por ejemplo, en Irreversible (Noe, 2002), o Caché (Haneke, 2005). El sentimiento de agobio de asistir a las consecuencias de la violencia es lo que la vuelve una película límite (3).

Por supuesto que, además, hablar de la institución del ejército y la policía es romper un tabú de la representación de la autoridad en el cine mexicano. No son estereotipos de policías o soldados aislados los que aparecen, no son títeres de una narración, los personajes tienen motivaciones, deseos, emociones, ideas, familias. La humanización del enemigo la vuelve todavía más cruda. El antagonista no es una persona, se revela todo el sistema de opresión, toda la fragilidad, toda la desesperanza al intentar enfrentarlo.
Y cuando parece que la suerte girará y la policía se convertirá en un aliado, la detective del caso intenta seducir al personaje para tener sexo en el coche, en una de las escenas más angustiantes de la cinta, pues todo sucede mientras las luces de otro auto se acercan pausadamente hacia donde los dos personajes conversan sobre la posibilidad de que Heli diga por qué fue atacado.  

En varias críticas cinematográficas (The Guardian, El País, El Periódico de España) se habla de que es la enésima vez que se representa la violencia en México, pero la violencia perpetrada por las autoridades no es algo tan común. Esta confusión de las noticias con el cine es, a mi modo de ver, una miopía grave de las reseñas. Aunque esta visión es parte del horizonte audiovisual y representación habitual de México en el extranjero, las instituciones como el ejército y la policía suelen ser evadidas, minimizadas o estilizadas hasta el cliché en el caso del cine nacional. Un abordaje frontal, pausado y revelador, pocas veces se ha visto. Tal vez en Rojo Amanecer (Fons, 1990) o El violín (Vargas, 2005).

Para comprender mejor hay que explicar el origen, las referencias, el tipo de cine pretendido por Escalante, como bien hace Fernanda Solórzano en su reseña crítica en Letras Libres, donde escapa al reduccionismo estéril del vínculo entre Carlos Reygadas y Amat Escalante. Claro que el primero ha servido de guía, productor y amigo, es quien le ha abierto las puertas de la liga de festivales europeos para los que Heli resulta una película claramente vinculada a un estilo temático, visual y sonoro más propio del público del viejo continente. Es un tipo de melodrama poco común para el cine nacional.

Claves para interpretar la película

Tematología de Escalante. Aunque podrá ser insuficiente todavía para muchos críticos, Escalante es un director que en sus tres filmes ha trabajado el tema de la violencia. Ver las obras en conjunto muestra la consistencia, la búsqueda, la reflexión en torno a un problema que lo mantiene ocupado. Personalmente, esta coherencia en el tratamiento temático y estilístico (del que hablo en el siguiente apartado) es uno de los elementos que legitiman su propuesta fílmica.

Escalante no es tan radical y arrebatado como su colega, Carlos Reygadas. Los ejercicios alrededor de un mismo tema van dando matices, profundidad, lucidez a un cineasta, pero eso no significa que todos los directores deban tenerla: en el caso de Escalante, no es una película salida de la nada, o hecha sólo para escandalizar.

La filiación señalada por Fernanda Solórzano es otra pista: vincular temática y formalmente a Escalante con el nuevo extremismo francés (ejercido por autores como Bruno Dumont, Claire Denis,  Francois Ozon) es, sin duda alguna, un acierto para interpretar el trabajo de este director. La pausa en la descripción, la exploración de la psicología de la violencia, el tono sobrio, desdramatizado (aquí asociado a la teoría de Robert Bresson) son características comunes.

Este tipo de actuación es uno de los componentes que, sin lugar a dudas, separa a Escalante de la tradición del melodrama nacional. No puedo dejar de comparar mentalmente lo que para mí se ha vuelto el otro referente del nuevo melodrama mexicano, Javier Bardem en Biutiful (González Iñárritu, 2010)). A pesar de la constante del tono bajo de voz, el susurro, la contención emocional como elementos afines, la apuesta de Escalante por actores no profesionales o intérpretes nóveles, o prácticamente desconocidos, crea una propuesta distinta a la que un monstruo de la actuación como Bardem genera en un filme.
Visto de ese modo, da gusto ver la salud de un género tan explorado y afianzado en el imaginario mexicano.

Tratamiento y estilo I. Fabulación moral y metáforas. La última filiación notable para destacar de la película es su coqueteo con el surrealismo. Más que abogar por aquellos intentos teóricos de reivindicar el estilo como suprarrealismo (si acudimos a la base etimológica de la palabra y a la búsqueda creativa de varios de sus artífices), me quiero referir a una de las metáforas consistentes en esta vanguardia artística de inicios del siglo pasado: el comportamiento humano convertido en comportamiento bestial.

El plano de Heli llevando la droga a una zanja llena de agua donde encuentra una vaca es una sorpresa para el espectador, es un obstáculo que nos cuestiona si será capaz de ahí aventar la droga. La decisión de Heli de verter la droga en el agua, sin importarle la bestia, toca la fibra sensible del desprecio por el animal, por el ser vivo. Movimiento magistral de Escalante al trasladar la violencia y el cuestionamiento moral hacia un animal, para hacer que el tema de la fragilidad, la indefensión y el azar se hagan visibles al espectador. Por un segundo, Heli es el violento, el causante del sufrimiento, el desinteresado. Cuestión que se invertirá cuando es secuestrado.

Esta escena de la vaca en el pozo recuerda al plano de la vaca saliendo de una casa del pueblo en Las Hurdes (1933) de Luis Buñuel, o a la infinidad de animales en las películas de Werner Herzog (el pollo y el conejo en la feria de Stroszek (1977), los osos en Grizzly Man (2005), la iguana en Bad Lieutenant (2009) y un largo etcétera), o al caminar de una multitud que luego es sustituido por un tropel de vacas entrando a un corral en Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttmann, 1927): el animal como reflejo de nuestra forma de actuar, la bestialidad como síntoma de nuestro comportamiento.

Por supuesto que no es la única metáfora y síntoma de la reflexión moral que propone Escalante. Uno de aspectos los más comentados en las críticas cinematográficas, que seguramente será recordado por suceder durante la escena de la tortura, es la duplicación de la violencia. Beto y Heli son golpeados mientras unos niños miran impávidos, han dejado de jugar Wii para ver el espectáculo. El gladiador del videojuego espera impaciente la reactivación de la batalla y se mueve como incitando a una nueva partida. Mientras tanto, en primer plano vemos  el cuerpo inerte de Beto que cuelga de un gancho. Una casa cualquiera, unos niños cualquiera.

La colisión de realidad y virtualidad violentas genera una puesta en abismo sobre el ciclo de la agresión. Lo que impacta de este juego de espejos es el componente de la pasividad de los niños, la naturalización de la violencia como parte de su día a día.

Fiel a su estilo, Escalante propone una escena aparentemente predecible para luego detenerla, girarla, degradarla. Contiene emoción para generar la emoción. En esta película, después de la quema de drogas por parte del ejército mexicano, un joven se sube al podio desde donde se dio el comunicado durante la destrucción de los estupefacientes. Da la impresión que el espontáneo va a hablar, mira con soltura hacia todos lados, como dominando el paisaje, como si hubiera adquirido el poder por la posición, como si hubiera sido investido. Después de dos o tres intentos, finalmente, el joven nunca habla. La acción queda trunca, el vacío de poder se revela, el atril como representación de la autoridad ha sido ocupada y abandonada. La risa del joven se vuelve mueca casi perversa, como espectadores podemos sentir la inutilidad de las acciones, la espectacularidad de la puesta en escena que refleja cómo la quema de drogas funciona de la misma forma.

La última imagen a la que quiero referirme es, tal vez, una asociación lejana, un capricho; o si se prefiere, una relación creada desde mi memoria y no por fuerza evocada por la película. No es un subtexto explícito de la cinta de Escalante, pero la escena de Estela cargando a la hija de Heli hacia el final de la película me recuerda poderosamente a la pintura de La niña madre (1936) de David Alfaro Siqueiros. La postura ni siquiera es la misma, es más bien el rostro de Estela el que me evocó la obra del muralista. Sin embargo, creo que este vínculo alberga una resonancia mucho más potente referida a la poética de la pobreza como constante en las cinematografías latinoamericanas.
El tratamiento de Escalante del contexto socioeconómico de sus personajes no es desde el juicio de valor. No hay una lucha de clases visible en la historia, no es el pueblo insatisfecho que aspira a mejorar (Beto sólo quiere casarse, no hacerse rico), la película no es panfletaria, ni siquiera cruza la frontera de juzgar la violencia: la deja medrar dentro de la historia para ver cómo crece y se apodera de los personajes.

Esta postura evidente desde Sangre (2005), y presente también en Los bastardos (2008) (lo que da consistencia en el tratamiento a todos los filmes del director), hace que la evocación de la pintura de Siqueiros, esa ambigüedad de la figura, al mismo tiempo infantil y maternal, se vuelva un espacio fértil para la representación compleja, para una metáfora que visibiliza la potencia del tema, la forma de filmar y la pasividad de la película ante lo que muestra. No hay conmiseración en el punto de vista de Escalante, no hay complacencia ante su protagonista, no le hace la vida más fácil; al contrario, le exige, lo reta, lo frustra, le ofrece salidas falsas, como la detective seductora o el momento en que aliviado escuchamos que a él no lo van a quemar.

El largo penar de Heli después de ser torturado muestra esta habilidad del director de hacernos permanecer junto al protagonista, ver cómo poco a poco un conflicto narrativo vuelve a convertirse en rutina, en vida cotidiana, en paso del tiempo. El tedio y la pasividad son, a mi modo de ver, interpretaciones superfluas de un trabajo narrativo logrado, la apuesta por cómo el realismo como mecanismo da frutos; la película divaga junto a los sobrevivientes del horror, el resultado sólo puede ser una respuesta emocional ante el filme. No hay certezas al final, no hay claridad.
Si habláramos en términos de Gilles Deleuze, Heli sería un personaje autómata, típico de la modernidad cinematográfica. No sabe a dónde va, simplemente “es” en el mundo. Sin embargo, al final de la película se muestra al protagonista tratando de recuperar un sentido, alguna motivación para su vida; finalmente su esposa acepta, tras varios rechazos en el transcurso del filme, tener sexo con Heli. Pírrico acto de empoderamiento del protagonista, de vuelta a la normalidad, muestra de la simulación del control vinculada a los mecanismos del duelo que cualquier persona puede experimentar ante una pérdida. Aquí, es como si la película casi rasgara la pantalla para tocar la realidad. La vida sigue y ahí, al menos, Escalante nos da un viso de esperanza, un pequeño respiro.

Tratamiento y estilo II. Fotografiar, documentar, encarar. La puesta en cámara de la película es otra de las claves interpretativas a considerar. Ríos de tinta han corrido sobre el desdibujamiento de la frontera entre documental y ficción: pienso en el neorrealismo italiano, en el uso de actores no profesionales de la nueva ola francesa, o en el uso de locaciones, tecnologías o técnicas fotográficas para dar un aspecto de realismo a las películas narrativas. En este caso, Heli tiene como fotógrafo a un documentalista: Lorenzo Hagerman, colaborador de Escalante desde la película colectiva Revolución (2010). Sin duda alguna, es uno de los componentes que abonan al estilo distintivo de la cinta.
La selección de planos es una de las joyas de la película, el trabajo de visualización y sonorización es abrumador. La cámara revela, muestra y, sobre todo, ingresa en los espacios. Nos permite, como espectadores, entrar en la vida privada e íntima de los personajes. Pero lo hace con conocimiento de causa. Nuestro ingreso en las casas, los coches de los protagonistas, hará que, cuando la violencia exterior (policías y militares) también entren, experimentemos la vulnerabilidad de los refugios, la imposibilidad de resguardarse, la fragilidad de los sitios seguros. El límite de la violencia visual culmina cuando una casa como la de Heli se convierte en el sitio donde él y Beto son torturados. Una casa cualquiera, unos niños cualesquiera, una mujer que mira impávida sin participar, a pesar de que sucede en su hogar.

La fractura de la visualización del espacio es violentar simbólicamente la institución familiar. Un gesto habitual en la filmografía de Escalante. Sucede en Sangre, cuando la hija de Diego quiere irse a vivir con él y su nueva esposa; ahí, el pasado familiar violenta el presente. También lo encontramos en Los bastardos cuando un esposo contrata a los dos mexicanos para asesinar a su esposa. En este caso, acompañamos a los victimarios, no a las víctimas. En Heli volvemos a empatizar con el núcleo familiar. Esta reincidencia temática y visual abona a la consistencia de la realización en el trabajo del director.

El segundo rasgo fotográfico importante es la frontalidad de la cámara para generar el punto de vista, para otorgar al espectador una distancia con respecto a la realidad representada. Esta frontalidad vincula a Escalante con cineastas como Kiarostami o Erice, y más que un síntoma es casi una código moral de la representación. Somos confrontados, careados por la realidad, este gesto casi primitivo de visualización que pudiera recordar al teatro filmado le otorga una potencia particular a las escenas de interiores.
Estamos ahí, frente a ellos, comen, miran televisión, lloran o callan delante de nosotros. Estamos cerca pero siempre del lado opuesto de la cámara, de la mesa, del sofá. Podemos sentirlos próximos, pero nunca ofrecerles consuelo. La intimidad no existe entre el espectador y los personajes, sólo nos es permitido el asistir a su vida privada. Por ello la frustración o el tedio pueden ser emociones asociadas a las películas de este director; sin embargo, es más una carga, un peso que ha puesto en nuestros hombros y somos incapaces de hacer que sea distinto.

En el caso de los exteriores, la vocación por el paisaje, los horizontes marcados también evocan a Kiarostami y, por momentos, a Herzog. Del mismo modo que en los espacios privados, en estos lugares (casi no-lugares, diría Marc Augé), experimentamos la frontalidad de la cámara. La simetría de la naturaleza confronta, nos reta, nos intimida. Son espacios vacíos, con elementos mínimos y, aún así, nos parecen cargados de crueldad, de violencia, de emociones humanas. 
A pesar de ello, la aridez de los espacios elegidos como locaciones, unidos a la cámara de Hagerman, evocan un espacio extraño y ajeno, que pendula del peso de las emociones y acciones humanas hacia la ingravidez del horizonte donde se recorta una silueta humana o las luces de un coche. Por momentos pareciera que estamos ante un paisaje lunar. Esta alienación sucede visual y narrativamente y es, a mi modo de ver, el mayor logro de Heli como película y de Amat Escalante como director.



(1) Al menos uno de los varios textos que refieren a este artículo emblemático.
(2) Cfr. Laura Mulney
(3) Interesante lo que Fernanda Solórzano reseña de esta película en Letras Libres, al hablar del colapso del sistema, de la fragilidad.