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Este es un buen año para el cine documental que, en cuanto a películas de este tipo parece disfrutar de una gran salud. Pero también podemos decir lo mismo respecto de las publicaciones sobre este tema. Por supuesto que existen libros infaltables sobre el modo de representación en nuestro país, pero la publicación de cinco nuevos títulos (1) no puede más que emocionar a los que rascamos capítulos de libros, artículos y monográficos de revistas que llegan a cuentagotas.
 
Dos de los títulos son clásicos de la teoría documental, editados por el CUEC/UNAM que, por fin, pone a nuestro alcance en español Introducción al documental (2013) de Bill Nichols y Retórica y representación en el cine de no ficción (2014) de Carl R. Plantinga. Estos dos textos, mucho menos conocidos que el famoso Representación de la realidad (editado por Paidós en España), son ampliaciones o discusiones de este primer libro fundacional de Nichols.
El tercer título, proyecto editorial que después de mucho tiempo de esperar su publicación ve la luz, es La construcción de la memoria (2013), editado por Conaculta y coordinado por María Guadalupe Ochoa Ávila. Libro de corte historiográfico que se dedica a hacer un recorrido por las épocas de producción del documental en nuestro país.
El cuarto libro es Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo documental (2012), editado por la Cineteca Nacional. Es en realidad un libro doble: hay un volumen dedicado a la ficción y otro al documental. El proyecto lo coordinan Claudia Curiel de Icaza y Abel Muñoz Hénonin. Ambos libros enfocados en el análisis de casos y trabajan consistentemente el periodismo y las publicaciones alrededor del cine.
El último título es Bordocs y fronteras: cine documental en el norte de México (2014), editado por Adriana Trujillo. Por supuesto, el libro está vinculado al festival documental que lleva más de 10 años realizándose en Tijuana. La frontera como espacio de reflexión de las narrativas de la realidad ha sido un referente importante para la salud del documental nacional y da mucho gusto ver una recuperación por escrito de todas estas vivencias, conferencias y espacios académicos que ha generado.
Estas publicaciones son uno de los indicadores del buen momento que pasa el cine de lo real en México, junto al de otro tipo de producciones, como el cine de autor, o el de blockbusters nacionales. Esta diversidad de oferta audiovisual y textual es para celebrarse. Todo parece indicar que será un verano cargado de lectura, ya tocaba.
(1)    Aunque algunos de ellos se editaron en años previos, no fue hasta principios de este año que estuvieron disponibles para el público.
 

 
DIEGO ZAVALA SCHERER. Origen: México, DF. Deformación profesional: comunicólogo. Temas y obsesiones: cine documental, la relación de la pantalla y la realidad, la guerra como ambiente, problema social y límite de la experiencia humana. Gustos: cosas simples, como dar clases, charlar. Vocación frustrada: fotógrafo de guerra (por cobarde). Ocupación: profesor de comunicación, investigación sobre audiovisual y nuevas tecnologías. 

Éste puede considerarse un texto post-Óscares, y por lo mismo, bastante retrasado. Sin embargo, la lucidez viene cuando se le da la gana, no cuando se entregan premios. Si la estatuilla era algo que anticipábamos para Alfonso Cuarón, el reconocimiento del multi nominado Emmanuel Lubezki era algo que se pedía casi a gritos después de años de injusticia (el victimismo mexicano a flor de piel).

Puede ser que no haya fotógrafo mexicano que admire más que Lubezki, y eso no es cualquier cosa, digamos. Sin embargo, encarna para mí un misterio, pues no es, ni de cerca el fotógrafo cuyo trabajo más me guste. Para mí, en este caso, admiración y fascinación no van de la mano. Por lo tanto, es importante desentrañar cómo es que funcionan los mecanismos de apreciación de la fotografía para que un trabajo logre atraparme.

Puede ser que para algunos lectores este texto resulte una clara prueba de oversharing. Espero poder validar o, al menos, sistematizar los criterios que dan forma a mi gusto en términos de concepto visual de una película. Si usted no anda en plan empático, no se preocupe, lo invito a seguir navegando por la red, o ya de perdida, cambiar de post en este blog.

Lo que se avecina es una breve y apretada lista de cuatro fotógrafos que realmente han logrado tocar mi fibra sensible. Ésta es la primera categoría a considerar: la visualización de las emociones. Al menos así se explica en el reciente documental de Emilio Maillé sobre Gabriel Figueroa (Miradas múltiples. La máquina loca, 2012). Esta idea expresada por varios cinematógrafos entrevistados en este excelente trabajo de no-ficción es, para mí, un componente fundamental. La fotografía vehicula los sentimientos expresados por la historia y encarnados por los personajes. Las imágenes son preguntas”, dice Christopher Doyle.

En Lubezki no lo siento así. Son respuestas. Es mi sentir que el trabajo de Lubezki pasa por otro lado, tal vez más perfecto, tal vez más puro, pero no más emocionante. Por ponerlo en palabras de Cortázar, es un trabajo basado en el estetismo, categoría que se autoaplicaría el autor para definir esa primera etapa de su carrera en la que la forma lo obsesionaba. Probablemente Lubezki ya no esté en esta etapa de su cine, pero ciertamente ha perfeccionado un estilo y una técnica de manufactura exquisita que parecen aún perseguir esta perfección formal.

Al continuar el documental de Maillé, caí en cuenta de un posible motivo para sentir esta lejanía con su trabajo: todos los fotógrafos que admiro y que son entrevistados en este homenaje a Figueroa son, en su gran mayoría, europeos. Eso me dio la pauta: puede ser que el trabajo de Lubezki sea demasiado americano. La puntuación visual, el recorrido de la cámara pero, sobre todo, la distancia de los seres y los objetos respecto de la cámara son muy característicos de esta  focalización indirecta clásica del cine estadounidense.

Algunos de estos mismos maestros de la luz,  Vittorio Storaro, Gordon Willis, Darius Khondji y un largo etcétera, aparecerían en los emblemáticos documentales sobre el dominio de la técnica fotográfica en el cine, Visions of Light  (1992) y Cinematographer Style (2006). Grandes profesores del uso de la luz y la técnica; inventores, como el propio Lubezki, de estilos de iluminación, tipos de luces y hasta tecnología para ambientar de forma específica un espacio iluminado.

Sin duda, los americanos son unos genios para aproximarse a los espacios como género, logran construir verosimilitud hasta en el más irreal de los escenarios. De igual forma que construyen códigos genéricos, estilos reconocibles para los espectadores por ser capaces de alinear la luz a los criterios visuales y narrativos de las historias que cuentan. Aunque existe, a mi modo de ver, una excepción: el melodrama puede ser reclamado como género por el cine europeo de autor y, a mi parecer, por el cine latinoamericano. El cine mexicano tiene un cierto drama”,  dice Pascal Marti, otro de los cinematógrafos entrevistados por Maillé.

Aquí es donde el cine americano da paso a otras lógicas, a otros enfoques, a otras aproximaciones fotográficas. La psicología del cine estadounidense exige una exteriorización, una acción que determine el ímpetu, la dirección, el vector emocional; en oposición, el cine europeo (y el mexicano pareciera estar aprendiéndole) no tiene obligación de visibilizar la emoción con una acción.

Es esta libertad, esta ambigüedad, que dota al llamado cine de arte de una expresividad visual diferente. La relación con el mundo narrativo y la realidad filmada presentes en el melodrama mexicano encuentran un espacio fértil para las preguntas, el drama, el gesto humano, el rostro del actor, la imperfección de la vida del personaje. Estas licencias, estos resquicios no existen en el cine de Malick, incluso no suceden del mismo modo en el drama espacial de Cuarón.

Tres mexicanos y una francesa ocupan esa breve lista de los fotógrafos que han logrado con sus imágenes perturbarme, hacerme sentir incómodo, dejarme pasmado. Rodrigo Prieto, Alexis Zabé, Lorenzo Hagerman y Agnés Godard son mis favoritos de la fotografía. Algunos de estos nombres están asociados a posts previos míos: como ya lo anunciaba en uno de ellos, revisito constantemente los mismos pasajes, las mismas historias, las mismas emociones.

Empiezo por Prieto, fotógrafo de varias películas de Hollywood, como Brokeback Mountain (2005), que ha sabido dejar su huella en las películas de Alejandro González Iñárritu. Por supuesto, Biutiful (2010) es, a mi modo de ver, la que más aproxima la cámara a los personajes. Pocas puestas en escena tan claustrofóbicas como esta película, tal vez sólo superada por Un lac (2008) de Phillipe Grandrieux (pero hablar de ella sería meternos en el terreno de los cineastas camarógrafos. Vale más dejarlo para otro momento).
Es en Biutiful, en la historia de Uxbal, en la complicidad entre cámara y enfermo terminal, donde Prieto logra la magia. El estado emocional de los personajes encuentra una simbiosis perfecta en la cámara errática que busca un descanso, un alivio, un rellano donde descansar, y que sólo se detiene cuando se topa con un aparecido flotando en el techo de algún piso viejo de Barcelona.

La fragilidad del personaje de Bardem y de toda su familia se encarna en la cámara, es testigo fiel, compañera, pero la cercanía es distinta, se asoma disimuladamente por encima del hombro, busca un rostro por el hueco de la chaqueta entre las costillas y el codo de alguien, no teme parar y seguir andando para descubrir un personaje tambaleante o un nuevo microcosmos dramático, sea la pareja de chinos, Marambra y Uxbal, los africanos o las prostitutas y albañiles ilegales. La cámara es una forma tímida de explorar ese mundo interior que colisiona con una realidad que se va imponiendo poco a poco. Esa impotencia narrativa es tratada con una enorme ternura por la cámara.

El segundo fotógrafo es Alexis Zabé, conocido por fotografiar Luz silenciosa (2007) y Post tenebras lux (2012), ambas de Carlos Reygadas, o Temporada de patos (2004) de Fernando Eimbcke. Aunque tristemente creo que lo reconocerán más mis alumnos por ser el cinematógrafo del videoclip de la canción Happy de Pharrel Williams y del de Sacrilege de los Yeah Yeah Yeahs.

El valor para fotografiar la última película de Reygadas, con la que ganó mejor director en Cannes, es fuera de serie. Toda la película está filmada con un lente descalibrado, con aberraciones y viñeteos excesivos. Aunque la historia me parece muy dispar, lo que dificulta la transmisión de emociones, la fotografía vuelve este filme, por momentos, un vendaval de pulsiones y sensaciones. Las imágenes no dejan indiferente, son estremecedoras hasta el punto de la impavidez. La propuesta valiente de un lente imperfecto recuerda a Tomás Pladevall cuando rayó, con José Luis Guerín, el negativo de Tren de sombras (1997). Fuera de serie, retador, exigente con el espectador, pero que lo premia con visiones de este mundo como si fuera de otro.

Y así es como llego al tercer nombre, Lorenzo Hagerman, fotógrafo de Heli (2013) de Amat Escalante, de la cual ya escribí un ensayo en Skaz. La fotografía como si de un paisaje lunar se tratara tiende a perder la tierra y buscar el cielo, lo que aporta una sensación de desarraigo al espectador, como si estuviera flotando. Esta búsqueda de los cielos, de los horizontes bajos en el encuadre es también, en un sentido, muy próxima al trabajo de Gabriel Figueroa. El color, en lugar del blanco y negro, las tonalidades parduscas y ocres de Heli, así como la movilidad de la cámara serían rasgos distintivos de esta fotografía del melodrama mexicano contemporáneo.
La última, no podía faltar una mujer en la lista, no es mexicana, aunque acaba de fotografiar una película nacional. Me refiero a Agnés Godard, que colaboró en la ópera prima de Claudia Saint-Luce, Los insólitos peces gato (2013). La sensación al ver esta cinta filmada en Guadalajara es la de una fotografía intencionada, que logra una ambientación precisa de la historia sin dominarla. Las imágenes viven al amparo de la narración, nunca la superan, no la eclipsan. La cinefotógrafa decide la distancia frente a los objetos, establece una relación, una interacción mutua.

El trabajo de Godard impresiona por la proximidad, por la forma de filmar las escenas más íntimas y lograr que la cámara no sea un intruso. Acompañó a los actores de Un oscuro deseo, sangre caníbal (Trouble Everyday, Claire Denis, 2001) arriba de la cama durante la filmación. Usó un prototipo de cámara ultraligera y pudo filmar a milímetros de los personajes, captando las líneas de la piel, el contraluz en los vellos de los amantes antes de que ella comience a comérselo.
Dos escenas en la película de Claudia Saint-Luce muestran esta radical cercanía a los personajes y denotan el poder de encarnar una historia a través de imágenes pero, sobre todo, circular por ella, estar presente, hacernos quedar inmersos en el vendaval de personajes, acciones y emociones.


La primera es cuando Marta sale del hospital e invita a Claudia a comer en casa. Un largo plano secuencia nos presenta el hogar a plenitud y a cada uno de los personajes. Es un viaje frenético para decidir qué comer, si enchiladas o hot dogs. La escena es un síntoma del caos familiar donde, poco a poco, el personaje de Claudia ayuda a que todo el sistema de relaciones entre los hermanos y la madre encuentre un equilibrio. La cámara vive allí, se desplaza por los espacios: va a la cocina, al cuarto de lavado, al sofá de la televisión, para acabar posada viendo el comedor familiar.
La escena completa la forman tres planos que duran casi cuatro minutos. La cámara sigue los pasos de los miembros de la familia para revelar el espacio cotidiano fracturado por la enfermedad de la madre. Nunca se siente fuera de sitio a la cámara, no es intrusiva, no abusa de lo que ve. Se asoma, acompaña, permanece. Dignifica su presencia, nos ayuda a revelar el descontrol en el que viven estos personajes. La cámara es un detonador, un provocador y es absolutamente entrañable.

La segunda escena es cuando los cinco hijos, naturales y adoptados, acompañan a Marta al mar y la ponen sobre una pequeña llanta inflable. Claudia se aferra a ella por no poder nadar. La cámara acompaña al grupo junto a las olas que rompen: el cuerpo de la cinefotógrafa se revela una vez más, lucha contra el oleaje igual que los actores. La presencia se vuelve complicidad, comprensión, apoyo. La cámara nunca duda, no teme a la marea, se acerca, encuadra, busca, observa. Se transforma en una voluntad que mira lo que pasa y habita ahí, en la relación entre estos personajes. La emoción domina la escena y la cámara sabe qué hacer, es impresionante, conmovedor, cómico, todo al mismo tiempo.

Película mexicana consistente, bien narrada y con una potencia visual que no defrauda al espectador. Otra de las cuestiones significativas a considerar, pero tal vez tenga que esperar otro momento, es la representación que la cinta hace de Guadalajara, la provincia eternamente omitida del cine mexicano, y que se nos muestra de una manera interesante, provocativa, sensible, honesta. Sí, creo que merece otro post.








Dean: We can't just waste her with a head shot?
Sam: Dude, you've been watching way too many Romero flicks.
Dean: You're telling me there's no lore on how to smoke 'em?
Sam: No, Dean. I'm telling you there's too much. I mean, there's a hundred different legends on the walking dead, but they all have different methods for killing them. Some say setting them on fire, one said... where is it... right here: feeding their hearts to wild dogs. That's my personal favorite. But who knows what's real and what's myth?
Dean: Is there anything they all have in common?
Sam: No, but a few said silver might work. 
                                            Supernatural,”Children Shouldn’t Play with Dead Things”  

Si los relatos fantásticos suelen connotar alegorías sociales, las narrativas construidas sobre el otro posible también canalizan nuestros deseos y temores. El vampiro de Bram Stoker funciona como una salida tangencial al recato victoriano. El pastiche de cuerpos de Marie Shelley merodea la soberbia de formar adanes y jugar a los dioses científicos. Un hombre lobo alienta el pavor del yo ante la hegemonía del ello, lo salvaje que disfruta.  Con el zombie nos volvemos muchedumbre iracunda, la anulación de la razón en una masa-ola que diluye la presencia del ser, que se escuda en el contagio.
Con el vampiro, el monstruo de Frankenstein y el lobo intentas aún apelar a la  inteligencia que se augura detrás de la forma, pero el zombie, al menos desde la tradición, es más un relato de frustración donde el otro que se parece a ti ya no tiene nada de aquello que lo volvía él. El zombie representa una pérdida de la conversación devenida plaga violenta. De la clásica Night of the Living Dead (George A. Romero, 1968) a la serie televisiva Helix (Cameron Porsandeh, 2014- ), la figura del zombie y sus variaciones, enfermedad o maldición, atraviesan los géneros del humor, el gore, el drama, el terror y la ciencia ficción: basten los ejemplos conocidos de The Crazies (George A. Romero, 1973),  Evil Dead (Sam Raimi, 1981), Re-Animator (Stuart Gordon, 1985), 28 Days Later (Danny Boyle, 2002), Resident Evil (Paul W. S. Anderson, 2002), Shaun of the Dead (Edgar Wright, 2004), I Am Legend (Francis Lawrence, 2007), Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007), [REC] (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007), Zombieland (Ruben Flescher, 2009) y Word War Z (Marc Foster, 2013). Mencionar The Walking Dead, en narrativa gráfica, serie televisiva o videojuego, es una obligación de la época. En cómics son imprescindibles la serie Marvel Zombies (Robert Kirkman & Sean Phillips, 2005-2006), la perturbadora Crossed (Garth Ennis & Jacen Burrows,  2008-2010) y acaso la variante metafórica que resultó ser Girls (Luna Bros., 2005-2007)
Pero las historias personales de resucitaciones, reanimaciones  y reencarnación, por otro lado, juegan con nuestro anhelo y curiosidad ante la muerte: la nebulosa del regreso. ¿Qué trajo Lázaro consigo? ¿Un recuerdo de otro mundo, un conocimiento sobre el umbral, tal vez un compañero de viaje en los bolsillos? Porque The Mummy (Karl Freund, 1932), aquella película protagonizada por Boris Karloff, es en realidad una historia de amor y obsesión que supera milenios. Porque el concepto original de “velorio” se sostiene en la esperanza del despertar del muerto, en una última oportunidad para prevenir gritos ahogados y rastros de uñas en los féretros.

De los niños resucitados que regresan malignos, como en  Pet  Sematary (Stephen King, 1983 / Mary Lambert, 1989) y Wake Wood (David Keating, 2010), hasta los niños que se reconcilian con la muerte en Paranorman (Chris Butler y Sam Fell (2012) y Frankenweenie (Tim Burton, 2012), estas narrativas del retorno están más preocupadas por explorar las tensiones conversacionales del regreso que indagar escenarios apocalípticos y degustaciones de cerebros, incluso en una película tan ambigua de reencarnación mórbida y falsa como Birth (Jonathan Glazer, 2004). El retornado sentiente pudo ser una figura  de apoyo para el detective sobrenatural del cómic  italiano Dylan Dog (Tiziano Sclavi, 1986), pero ahora es el  zombie enamorado en Warm Bodies (Isaac Marion, 2010 / Jonathan Levine, 2013) o la porrista sensible y vengativa de All Cheerleaders Die (Lucky McKee & Chris Sivertson, 2013).
La condición de muerto sensible que busca integrarse, entre el misterio, el terror y los cabos sueltos, parece una tendencia narrativa evidente: un tanto la cotidianidad alienada, mucho de la afectación de los deudos, siempre la tensión de la presencia incómoda. Esta es la premisa de dos cómics afortunados que merecerían llevarse a la pantalla: el estimulante humor negro de Rachel Rising (Terry Moore, 2011- ) y el  fantástico thriller detrás de Revival (Tim Seeley & Mike Norton, 2012), una historia al más puro estilo rural noir. Con sus narrativas de pueblos pequeños sentenciados, donde los lugareños deben habituarse al retorno de familiares y amigos, ambas series han estado nominadas a los Harvey Awards (el acaso Oscar de los cómics en USA).
Esta idea del retorno a la familia, y los intentos por conservarlos (o deshacerse de ellos) es el conflicto central detrás de estas producciones, algunas más cercanas al drama fantasmagórico, como las película francesa Les Revenants (Robin Campillo, 2004) y su adaptación televisiva, Les Revenants  (Fabrice Gobert &  Frédéric Mermoud, 2012) (de la que se mostró asombrado Stephen King), el filme The Returned (Manuel Carballo, 2013), y ahora las series In The Flesh (Dominic Mitchell, 2013) y Resurrection (Aaron Zelman, 2014- ), basada esta última en la novela The Returned (2013), de Jason Mott.
Porque el final de los tiempos está cerca, y las pantallas quieren que nos acostumbremos al regreso de los difuntos.

Juan Pedro Delgado



JUAN PEDRO DELGADO (Tepic, 1972) estudió literatura con cierto desgano, pero se encontró con dos o tres obsesiones y en un puñado rubik de teorías. Mantiene una relación un tanto enferma con la cocina, la semiótica, las narrativas transmediáticas y las mitologías emergentes. Dice que no cree en nada, pero todos saben que vive en una constante negación. Hubiera deseado ser íntimo de Bataille, Foucault y Papini, pero se conforma con las amistades locales que, por lo demás, suelen ser una delicia.


Sinopsis
Estela (Andrea Vergara), hermana adolescente de Heli (Armando Espitia)  se enamora de un cadete de la policía, Beto (Juan Eduardo Palacios). Después de un decomiso y destrucción de drogas por parte del ejército mexicano, Beto se roba dos paquetes de cocaína para venderlos y casarse con Estela. Quieren huir juntos a Zacatecas y ahí desposarse. Mientras tanto, esconden los bultos en el tinaco de la casa del padre de ella.
Heli los encuentra y destruye. El dueño de la droga, un comandante de la policía, secuestra a Beto, Heli y Estela para recuperarla. Al no obtenerla, tortura a los dos jóvenes y desaparece a Estela. La supervivencia, la tragedia que marca a la familia y la venganza se volverán las motivaciones de Heli, a quien acompañamos a través de este viacrucis.
Contexto y debate de la película

Mucho revuelo, película polémica y, aún así, merecedora de la Palma de Oro a mejor director en el Festival de Cannes (el más prestigioso del mundo, sin atisbo de discusión), Heli (Escalante, 2013) es, sin duda, una de las películas mexicanas que merece un análisis detenido.



Tercer largometraje de Amat Escalante, Heli ha llamado la atención entre otras cosas – por la violencia explícita, por la mostración descarnada. En una de las escenas se tortura a uno de los personajes, Beto (Juan Eduardo Palacios) quemándole con gasolina los genitales. La visualización de la brutalidad, donde los artífices de tal atrocidad son policías mexicanos, ha generado expectativa, incomodidad y muchas preguntas sobre la ya vieja cuestión de los límites de la representación de la violencia. Problema planteado de manera magistral por el texto de Jacques Rivette “De la abyección”, publicado en 1961 en Cahiers du Cinéma, la célebre revista francesa (1)

Me parece que la violencia de la película no proviene de esta confrontación escópica: el mirar el acto violento no es lo peor. Es el desasosiego que invade al espectador después de ese momento y que lo acompaña todavía por largo rato. Son las consecuencias, las heridas del abuso lo que lastima. El cuerpo ya no es objeto de deseo (2), es objeto de tortura y, todavía después, el director nos mantiene ahí, al pendiente de cómo Heli vive con ello. Este ejercicio de acompañamiento a un personaje abusado plantea todas las preguntas que películas similares han hecho, con mucho tino y excelente factura, lo que sin duda pone a Escalante entre los nombres relevantes del cine de arte contemporáneo. Pienso, por ejemplo, en Irreversible (Noe, 2002), o Caché (Haneke, 2005). El sentimiento de agobio de asistir a las consecuencias de la violencia es lo que la vuelve una película límite (3).

Por supuesto que, además, hablar de la institución del ejército y la policía es romper un tabú de la representación de la autoridad en el cine mexicano. No son estereotipos de policías o soldados aislados los que aparecen, no son títeres de una narración, los personajes tienen motivaciones, deseos, emociones, ideas, familias. La humanización del enemigo la vuelve todavía más cruda. El antagonista no es una persona, se revela todo el sistema de opresión, toda la fragilidad, toda la desesperanza al intentar enfrentarlo.
Y cuando parece que la suerte girará y la policía se convertirá en un aliado, la detective del caso intenta seducir al personaje para tener sexo en el coche, en una de las escenas más angustiantes de la cinta, pues todo sucede mientras las luces de otro auto se acercan pausadamente hacia donde los dos personajes conversan sobre la posibilidad de que Heli diga por qué fue atacado.  

En varias críticas cinematográficas (The Guardian, El País, El Periódico de España) se habla de que es la enésima vez que se representa la violencia en México, pero la violencia perpetrada por las autoridades no es algo tan común. Esta confusión de las noticias con el cine es, a mi modo de ver, una miopía grave de las reseñas. Aunque esta visión es parte del horizonte audiovisual y representación habitual de México en el extranjero, las instituciones como el ejército y la policía suelen ser evadidas, minimizadas o estilizadas hasta el cliché en el caso del cine nacional. Un abordaje frontal, pausado y revelador, pocas veces se ha visto. Tal vez en Rojo Amanecer (Fons, 1990) o El violín (Vargas, 2005).

Para comprender mejor hay que explicar el origen, las referencias, el tipo de cine pretendido por Escalante, como bien hace Fernanda Solórzano en su reseña crítica en Letras Libres, donde escapa al reduccionismo estéril del vínculo entre Carlos Reygadas y Amat Escalante. Claro que el primero ha servido de guía, productor y amigo, es quien le ha abierto las puertas de la liga de festivales europeos para los que Heli resulta una película claramente vinculada a un estilo temático, visual y sonoro más propio del público del viejo continente. Es un tipo de melodrama poco común para el cine nacional.

Claves para interpretar la película

Tematología de Escalante. Aunque podrá ser insuficiente todavía para muchos críticos, Escalante es un director que en sus tres filmes ha trabajado el tema de la violencia. Ver las obras en conjunto muestra la consistencia, la búsqueda, la reflexión en torno a un problema que lo mantiene ocupado. Personalmente, esta coherencia en el tratamiento temático y estilístico (del que hablo en el siguiente apartado) es uno de los elementos que legitiman su propuesta fílmica.

Escalante no es tan radical y arrebatado como su colega, Carlos Reygadas. Los ejercicios alrededor de un mismo tema van dando matices, profundidad, lucidez a un cineasta, pero eso no significa que todos los directores deban tenerla: en el caso de Escalante, no es una película salida de la nada, o hecha sólo para escandalizar.

La filiación señalada por Fernanda Solórzano es otra pista: vincular temática y formalmente a Escalante con el nuevo extremismo francés (ejercido por autores como Bruno Dumont, Claire Denis,  Francois Ozon) es, sin duda alguna, un acierto para interpretar el trabajo de este director. La pausa en la descripción, la exploración de la psicología de la violencia, el tono sobrio, desdramatizado (aquí asociado a la teoría de Robert Bresson) son características comunes.

Este tipo de actuación es uno de los componentes que, sin lugar a dudas, separa a Escalante de la tradición del melodrama nacional. No puedo dejar de comparar mentalmente lo que para mí se ha vuelto el otro referente del nuevo melodrama mexicano, Javier Bardem en Biutiful (González Iñárritu, 2010)). A pesar de la constante del tono bajo de voz, el susurro, la contención emocional como elementos afines, la apuesta de Escalante por actores no profesionales o intérpretes nóveles, o prácticamente desconocidos, crea una propuesta distinta a la que un monstruo de la actuación como Bardem genera en un filme.
Visto de ese modo, da gusto ver la salud de un género tan explorado y afianzado en el imaginario mexicano.

Tratamiento y estilo I. Fabulación moral y metáforas. La última filiación notable para destacar de la película es su coqueteo con el surrealismo. Más que abogar por aquellos intentos teóricos de reivindicar el estilo como suprarrealismo (si acudimos a la base etimológica de la palabra y a la búsqueda creativa de varios de sus artífices), me quiero referir a una de las metáforas consistentes en esta vanguardia artística de inicios del siglo pasado: el comportamiento humano convertido en comportamiento bestial.

El plano de Heli llevando la droga a una zanja llena de agua donde encuentra una vaca es una sorpresa para el espectador, es un obstáculo que nos cuestiona si será capaz de ahí aventar la droga. La decisión de Heli de verter la droga en el agua, sin importarle la bestia, toca la fibra sensible del desprecio por el animal, por el ser vivo. Movimiento magistral de Escalante al trasladar la violencia y el cuestionamiento moral hacia un animal, para hacer que el tema de la fragilidad, la indefensión y el azar se hagan visibles al espectador. Por un segundo, Heli es el violento, el causante del sufrimiento, el desinteresado. Cuestión que se invertirá cuando es secuestrado.

Esta escena de la vaca en el pozo recuerda al plano de la vaca saliendo de una casa del pueblo en Las Hurdes (1933) de Luis Buñuel, o a la infinidad de animales en las películas de Werner Herzog (el pollo y el conejo en la feria de Stroszek (1977), los osos en Grizzly Man (2005), la iguana en Bad Lieutenant (2009) y un largo etcétera), o al caminar de una multitud que luego es sustituido por un tropel de vacas entrando a un corral en Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttmann, 1927): el animal como reflejo de nuestra forma de actuar, la bestialidad como síntoma de nuestro comportamiento.

Por supuesto que no es la única metáfora y síntoma de la reflexión moral que propone Escalante. Uno de aspectos los más comentados en las críticas cinematográficas, que seguramente será recordado por suceder durante la escena de la tortura, es la duplicación de la violencia. Beto y Heli son golpeados mientras unos niños miran impávidos, han dejado de jugar Wii para ver el espectáculo. El gladiador del videojuego espera impaciente la reactivación de la batalla y se mueve como incitando a una nueva partida. Mientras tanto, en primer plano vemos  el cuerpo inerte de Beto que cuelga de un gancho. Una casa cualquiera, unos niños cualquiera.

La colisión de realidad y virtualidad violentas genera una puesta en abismo sobre el ciclo de la agresión. Lo que impacta de este juego de espejos es el componente de la pasividad de los niños, la naturalización de la violencia como parte de su día a día.

Fiel a su estilo, Escalante propone una escena aparentemente predecible para luego detenerla, girarla, degradarla. Contiene emoción para generar la emoción. En esta película, después de la quema de drogas por parte del ejército mexicano, un joven se sube al podio desde donde se dio el comunicado durante la destrucción de los estupefacientes. Da la impresión que el espontáneo va a hablar, mira con soltura hacia todos lados, como dominando el paisaje, como si hubiera adquirido el poder por la posición, como si hubiera sido investido. Después de dos o tres intentos, finalmente, el joven nunca habla. La acción queda trunca, el vacío de poder se revela, el atril como representación de la autoridad ha sido ocupada y abandonada. La risa del joven se vuelve mueca casi perversa, como espectadores podemos sentir la inutilidad de las acciones, la espectacularidad de la puesta en escena que refleja cómo la quema de drogas funciona de la misma forma.

La última imagen a la que quiero referirme es, tal vez, una asociación lejana, un capricho; o si se prefiere, una relación creada desde mi memoria y no por fuerza evocada por la película. No es un subtexto explícito de la cinta de Escalante, pero la escena de Estela cargando a la hija de Heli hacia el final de la película me recuerda poderosamente a la pintura de La niña madre (1936) de David Alfaro Siqueiros. La postura ni siquiera es la misma, es más bien el rostro de Estela el que me evocó la obra del muralista. Sin embargo, creo que este vínculo alberga una resonancia mucho más potente referida a la poética de la pobreza como constante en las cinematografías latinoamericanas.
El tratamiento de Escalante del contexto socioeconómico de sus personajes no es desde el juicio de valor. No hay una lucha de clases visible en la historia, no es el pueblo insatisfecho que aspira a mejorar (Beto sólo quiere casarse, no hacerse rico), la película no es panfletaria, ni siquiera cruza la frontera de juzgar la violencia: la deja medrar dentro de la historia para ver cómo crece y se apodera de los personajes.

Esta postura evidente desde Sangre (2005), y presente también en Los bastardos (2008) (lo que da consistencia en el tratamiento a todos los filmes del director), hace que la evocación de la pintura de Siqueiros, esa ambigüedad de la figura, al mismo tiempo infantil y maternal, se vuelva un espacio fértil para la representación compleja, para una metáfora que visibiliza la potencia del tema, la forma de filmar y la pasividad de la película ante lo que muestra. No hay conmiseración en el punto de vista de Escalante, no hay complacencia ante su protagonista, no le hace la vida más fácil; al contrario, le exige, lo reta, lo frustra, le ofrece salidas falsas, como la detective seductora o el momento en que aliviado escuchamos que a él no lo van a quemar.

El largo penar de Heli después de ser torturado muestra esta habilidad del director de hacernos permanecer junto al protagonista, ver cómo poco a poco un conflicto narrativo vuelve a convertirse en rutina, en vida cotidiana, en paso del tiempo. El tedio y la pasividad son, a mi modo de ver, interpretaciones superfluas de un trabajo narrativo logrado, la apuesta por cómo el realismo como mecanismo da frutos; la película divaga junto a los sobrevivientes del horror, el resultado sólo puede ser una respuesta emocional ante el filme. No hay certezas al final, no hay claridad.
Si habláramos en términos de Gilles Deleuze, Heli sería un personaje autómata, típico de la modernidad cinematográfica. No sabe a dónde va, simplemente “es” en el mundo. Sin embargo, al final de la película se muestra al protagonista tratando de recuperar un sentido, alguna motivación para su vida; finalmente su esposa acepta, tras varios rechazos en el transcurso del filme, tener sexo con Heli. Pírrico acto de empoderamiento del protagonista, de vuelta a la normalidad, muestra de la simulación del control vinculada a los mecanismos del duelo que cualquier persona puede experimentar ante una pérdida. Aquí, es como si la película casi rasgara la pantalla para tocar la realidad. La vida sigue y ahí, al menos, Escalante nos da un viso de esperanza, un pequeño respiro.

Tratamiento y estilo II. Fotografiar, documentar, encarar. La puesta en cámara de la película es otra de las claves interpretativas a considerar. Ríos de tinta han corrido sobre el desdibujamiento de la frontera entre documental y ficción: pienso en el neorrealismo italiano, en el uso de actores no profesionales de la nueva ola francesa, o en el uso de locaciones, tecnologías o técnicas fotográficas para dar un aspecto de realismo a las películas narrativas. En este caso, Heli tiene como fotógrafo a un documentalista: Lorenzo Hagerman, colaborador de Escalante desde la película colectiva Revolución (2010). Sin duda alguna, es uno de los componentes que abonan al estilo distintivo de la cinta.
La selección de planos es una de las joyas de la película, el trabajo de visualización y sonorización es abrumador. La cámara revela, muestra y, sobre todo, ingresa en los espacios. Nos permite, como espectadores, entrar en la vida privada e íntima de los personajes. Pero lo hace con conocimiento de causa. Nuestro ingreso en las casas, los coches de los protagonistas, hará que, cuando la violencia exterior (policías y militares) también entren, experimentemos la vulnerabilidad de los refugios, la imposibilidad de resguardarse, la fragilidad de los sitios seguros. El límite de la violencia visual culmina cuando una casa como la de Heli se convierte en el sitio donde él y Beto son torturados. Una casa cualquiera, unos niños cualesquiera, una mujer que mira impávida sin participar, a pesar de que sucede en su hogar.

La fractura de la visualización del espacio es violentar simbólicamente la institución familiar. Un gesto habitual en la filmografía de Escalante. Sucede en Sangre, cuando la hija de Diego quiere irse a vivir con él y su nueva esposa; ahí, el pasado familiar violenta el presente. También lo encontramos en Los bastardos cuando un esposo contrata a los dos mexicanos para asesinar a su esposa. En este caso, acompañamos a los victimarios, no a las víctimas. En Heli volvemos a empatizar con el núcleo familiar. Esta reincidencia temática y visual abona a la consistencia de la realización en el trabajo del director.

El segundo rasgo fotográfico importante es la frontalidad de la cámara para generar el punto de vista, para otorgar al espectador una distancia con respecto a la realidad representada. Esta frontalidad vincula a Escalante con cineastas como Kiarostami o Erice, y más que un síntoma es casi una código moral de la representación. Somos confrontados, careados por la realidad, este gesto casi primitivo de visualización que pudiera recordar al teatro filmado le otorga una potencia particular a las escenas de interiores.
Estamos ahí, frente a ellos, comen, miran televisión, lloran o callan delante de nosotros. Estamos cerca pero siempre del lado opuesto de la cámara, de la mesa, del sofá. Podemos sentirlos próximos, pero nunca ofrecerles consuelo. La intimidad no existe entre el espectador y los personajes, sólo nos es permitido el asistir a su vida privada. Por ello la frustración o el tedio pueden ser emociones asociadas a las películas de este director; sin embargo, es más una carga, un peso que ha puesto en nuestros hombros y somos incapaces de hacer que sea distinto.

En el caso de los exteriores, la vocación por el paisaje, los horizontes marcados también evocan a Kiarostami y, por momentos, a Herzog. Del mismo modo que en los espacios privados, en estos lugares (casi no-lugares, diría Marc Augé), experimentamos la frontalidad de la cámara. La simetría de la naturaleza confronta, nos reta, nos intimida. Son espacios vacíos, con elementos mínimos y, aún así, nos parecen cargados de crueldad, de violencia, de emociones humanas. 
A pesar de ello, la aridez de los espacios elegidos como locaciones, unidos a la cámara de Hagerman, evocan un espacio extraño y ajeno, que pendula del peso de las emociones y acciones humanas hacia la ingravidez del horizonte donde se recorta una silueta humana o las luces de un coche. Por momentos pareciera que estamos ante un paisaje lunar. Esta alienación sucede visual y narrativamente y es, a mi modo de ver, el mayor logro de Heli como película y de Amat Escalante como director.



(1) Al menos uno de los varios textos que refieren a este artículo emblemático.
(2) Cfr. Laura Mulney
(3) Interesante lo que Fernanda Solórzano reseña de esta película en Letras Libres, al hablar del colapso del sistema, de la fragilidad.