POR QUÉ JUGAR CON HAMBRE / Juan Pedro Delgado
Con el agotamiento, casi fastidio, de
las narrativas de niños magos, hombres lobos y vampiros depresivos, el relato
fantástico en televisión aún mantiene cierto interés por escenarios medievales,
reconstrucciones de cuentos de hadas y
pandemias ominosas, acaso también el peso de la invasión alienígena, el final
de los tiempos y las paradojas cronales. ¿Supernatural,
Grimm, Once Upon the Time y Neverland por encima de Vampire Diaries, Secret Circle y Teen Wolf? ¿Tienen oportunidad Falling Skies y Continuum frente a historias de horror suave bañado en drama
adolescente?
Si Walking
Dead y Game of Thrones funcionan ahora como relatos ejemplares de lo fantástico en TV, sin menospreciar los mundos ficticios
desarrollados en Reino Unido y Canadá con series como Doctor Who, Torchwood, Sanctuary y Eureka, ¿qué narrativas en cine y literatura hablan a los jóvenes
después de Harry y Bella? ¿Qué representa la trilogía de The Hunger Games (2008-2010)
frente a Harry Potter y Twilight? ¿Significa la continuación de
una veta comercial que parangona libro y filme, novelas “oportunas” frente a
nichos estratégicos?
El
mundo narrativo a lo largo de la trilogía de Suzanne Collins habla más de sólo
juegos a muerte de colonos hambrientos. Porque relatos de enfrentamientos transmitidos
no son precisamente pocos. Su parecido con la novela japonesa Battle
Royale (1999), a veces resaltado en tono acusatorio podría matizarse si se
consideran los relatos The Prize
of Peril (Robert Sheckley, 1958) y The Running Man (Stephen King, 1982), germen de las películas Le Prix du Danger (1983), Das Millionenspiel (1970) y The
Running Man (1987). O las versiones de Rollerball
de 1975 y 2002. O las propuestas de Dead
Race de 1975 y 2008. O The Condemned
(2007). Todos games shows y los
requisitos del formato: sujetos del tipo no-quiero-matar-pero-deseo-vivir,
audiencias morbosas y encierros
calculados. Porque los límites de la jaula potencia los límites del héroe: como
en los comics Xtreme X-Men #10-17
(abril-oct 2002) y X-Men: Second Coming
(mar-jul 2010), o en la reciente Battleship
(Peter Berg, 2012) y, por supuesto, The Hunger
Games (Gary Ross, 2012): porque aislados peleamos mejor,
El
mundo narrativo de Panem (donde transcurre la acción de los juegos del hambre),
con sus referencias a la historia de Estados Unidos y su crítica al
entretenimiento televisado, se distingue por su condición de agotamiento de las
convicciones. The Hunger Games no habla de adolescentes
seguras de su apego vampírico, ni de estudiantes magos seguros de su destino como
libertadores. Si algo hay en estos juegos, a lo largo de tres novelas, es la
sensación de simulacro, engaño y la expectativa constante de traición. También un desgaste en las instituciones y una
lógica de la sobrevivencia: la necesidad de alianzas oportunas, la prioridad de
construir una fachada, el sostenimiento práctico de la máscara. Más que una
batalla frontal, tenemos una apología multinivel de las agendas secretas y las
conveniencias: ambivalencia amorosa y contención emocional, asunciones frágiles
y pactos oscilantes, simulaciones de convenios y relatividad en los aliados.
Con la primer película estrenada este año, falta por ver si se rescata al final
este discurso que me parece mucho más novedoso en la literatura juvenil que el
acotamiento perceptual de unos juegos de sobrevivencia y una historia de amor. Porque
más allá de esto hay una revolución que sabe a inercia, fastidio y agotamiento,
donde Katniss Everdeen entiende la practicidad de volverse un símbolo colectivo
desde la necesidad de su individualidad misma: acaso el espíritu de la época.