A PROPÓSITO DE LOS CINCUENTA AÑOS DEL VIDEOARTE: BLOCKBUSTER ǀ Diego Zavala Scherer
El detonador de este escrito es
la exposición Blockbuster (5 de julio al 10 de
octubre), presentada en el Museo de Arte de Zapopan. Consta de cinco programas
de películas elegidas por veintiuno de los más influyentes videoartistas
contemporáneos. Un diálogo entre dos instituciones o industrias muchas veces
lejanas: el cine y los museos.
Cuando yo inicié a estudiar comunicación,
por ahí del año 1996, el videoarte, más por la formación profesional de mis
maestros, era uno de los temas obligados, de las tradiciones estudiadas y
seguidas. Su aura y evocación siempre han mantenido, para mí, una rabiosa
actualidad. Actualidad que se vio contrastada de golpe cuando, al preparar una
charla sobre la relación del documental con el arte en video, me percaté que
este movimiento había cumplido cincuenta años. Este esquema mental mío se fracturó.
¡Medio siglo de videoarte! La brecha digital se me reveló más presente que
nunca.
Aunque no soy ni cercanamente
parte de esa generación, por algún extraño motivo, muchos de los referentes con
los que fui formado tienen que ver con estos precursores. Algunos muy
legitimados, como Wolf Vostell (Sun in your head, 1963),
George Maciunas (Artype,
1966) y Nam Jun Paik (TV
Bra for Living Sculpture, con Charlotte Moorman, 1969), otros bastante
vilipendiados, como Yoko Ono (One, 1965), por ejemplo.
Hace medio siglo que el grupo
Fluxus comenzó a trabajar, igual que muchos de los cineastas amateur del
movimiento underground de Nueva York: Jonas Mekas, Stan Brakhage, John Cage,
Maya Deren. Estos dos colectivos, vinculados con la transición del minimalismo
abstracto de posguerra y el arte pop, son el punto de partida de la crítica al
arte a partir del uso de la televisión, los monitores y la imagen en soporte
electromagnético como principales insumos.
Pero si lo vemos desde otra
perspectiva, ahora que hay tanto frenesí con el arte digital, la lucha del
video y el celuloide por la fidelidad visual, la nube como repositorio de toda
nuestra información, parece que estemos hablando de la prehistoria. Visto de
ese modo, pareciera haber pasado no medio siglo, sino toda una vida. Aquellos
tiempos de plantear esas acciones artísticas, esos happenings en museos y espacios legitimados y llamarlos no-arte, han
quedado atrás. La complejidad de la relación entre la imagen electrónica y la
representación de la realidad parece haber sido, finalmente y tras décadas de
exposición al televisor, naturalizada.
Aquel momento de fractura entre el mundo real
y los visos de la virtualidad han sido asumidos por la cultura: son punto de
inflexión pero raramente revisitados para comprender cómo se desarrolla el arte
y la imagen en nuestro tiempo. Su carácter cotidiano, casi banal, los convierte
en piezas menores difíciles de visibilizar, salvo a través de una curaduría
inteligente y clara como la hecha por Jens Hoffmann en el Museo de Arte de
Zapopan.
El giro de la exposición es
brillante, pues usa la cultura cinematográfica como repositorio del imaginario
personal del artista y evoca el imaginario colectivo del público. Traza una
línea de vínculo emocional y narrativo con el espectador, lo que dota de una
profundidad especial a las piezas de videoarte, habitualmente más áridas y
rocosas para la interpretación. El cine como canon artístico y referente, ya no
como fractura o como invento mecánico que sacudió la institución de las artes
plásticas y los museos.
El cruce que parece aún más
interesante de explorar, en este diálogo entre cineastas y videoartistas, es
que las películas elegidas son de ficción, mientras que, prácticamente, todas
las obras son registros documentales. La representación de la realidad como
forma de arte en el museo plantea muchas interrogantes nuevas. Esta filtración
del realismo documental en la institución del arte impacta directamente sobre
qué tipo de espectadores y obras se esperan encontrar en las nuevas
instituciones museísticas.
La reflexión del pasado, personal
y colectivo, parece ser una constante en estas obras, en estos esfuerzos por
traer recuerdos plasmados en pantallas. Pareciera haber una cierta “obsesión
por entender” en nuestra época, y el museo está siendo uno de los espacios
neurálgicos de esta búsqueda. Conocimiento hecho registro documental
(epistephilia, diría Nichols) en diálogo con películas de ficción, obras
basadas en la mirada de deseo (scophilia, diría Mulvey). Los dos extremos de la
forma fílmica puestas en interacción.
Estamos a medio siglo de ese
momento en que el video era una forma de resistir, ahora las proyecciones se
han vuelto democracia mediática, segundas pantallas, registro cotidiano, día a
día. Su ingreso en la caja blanca que es el museo confronta su propia
naturaleza, impone la cámara oscura de la proyección, violenta su habitual
espacio diáfano, iluminado y lo transforma en penumbra.
Creo que la exposición es un
excelente panorama, la reflexión es muy interesante y acerca artistas
internacionales y nacionales del videoarte al público. Posibilita lecturas
distintas a las habituales, sugiere filiaciones, obras fílmicas que han marcado
a los artistas. No es sólo la representación de la realidad personal, las
películas en este caso cumplen una función vital: ser pasado común, acercarnos,
compartir imágenes.