Éste puede considerarse un texto post-Óscares, y
por lo mismo, bastante retrasado. Sin embargo, la lucidez viene cuando se le da
la gana, no cuando se entregan premios. Si la estatuilla era algo que anticipábamos para Alfonso Cuarón, el reconocimiento del multi nominado
Emmanuel Lubezki era algo que se pedía casi a gritos después de años de injusticia (el victimismo mexicano a flor de piel).
Puede ser que no haya fotógrafo mexicano
que admire más que Lubezki, y eso no es cualquier cosa, digamos. Sin embargo,
encarna para mí
un misterio, pues no es, ni de cerca el fotógrafo cuyo trabajo más me guste. Para mí, en este caso, admiración y
fascinación no van de la mano. Por lo tanto, es importante desentrañar cómo es que funcionan los mecanismos de apreciación de la fotografía para que un trabajo logre atraparme.
Puede ser que para algunos lectores este texto resulte una clara
prueba de oversharing. Espero poder
validar o, al menos, sistematizar los criterios que dan forma a mi gusto en términos de concepto visual de una película. Si
usted no anda en plan empático, no se preocupe, lo invito a seguir
navegando por la red, o ya de perdida, cambiar de post en este blog.
Lo que se avecina es una breve y apretada lista de cuatro fotógrafos que realmente han logrado tocar mi fibra sensible. Ésta es la primera categoría a
considerar: la visualización de las emociones. Al menos así se explica en el reciente documental de Emilio Maillé sobre Gabriel Figueroa (Miradas múltiples. La
máquina loca, 2012). Esta idea expresada por varios cinematógrafos entrevistados en este excelente trabajo de no-ficción es, para mí, un componente fundamental. La fotografía vehicula los sentimientos expresados por la historia y
encarnados por los personajes. “Las imágenes son
preguntas”, dice Christopher Doyle.
En Lubezki no lo siento así. Son
respuestas. Es mi sentir que el trabajo de Lubezki pasa por otro lado, tal vez
más perfecto, tal vez más puro, pero no más emocionante. Por ponerlo en palabras de Cortázar, es un trabajo basado en el estetismo, categoría que se autoaplicaría el autor para definir esa primera etapa
de su carrera en la que la forma lo obsesionaba. Probablemente Lubezki ya no
esté en esta etapa de su cine, pero ciertamente ha perfeccionado un
estilo y una técnica de manufactura exquisita que parecen aún perseguir esta perfección formal.
Al continuar el documental de Maillé, caí en cuenta de un posible motivo para sentir esta lejanía con su trabajo: todos los fotógrafos que
admiro y que son entrevistados en este homenaje a Figueroa son, en su gran
mayoría, europeos. Eso me dio la pauta: puede ser que el trabajo de
Lubezki sea “demasiado americano”. La puntuación visual, el
recorrido de la cámara pero, sobre todo, la distancia de los seres y los objetos
respecto de la cámara son muy característicos de esta focalización indirecta
clásica del cine estadounidense.
Algunos de estos mismos maestros de la luz, Vittorio Storaro, Gordon Willis, Darius
Khondji y un largo etcétera, aparecerían en los
emblemáticos documentales sobre el dominio de la técnica fotográfica en el cine, Visions of Light (1992) y Cinematographer Style (2006). Grandes
profesores del uso de la luz y la técnica; inventores, como el propio
Lubezki, de estilos de iluminación, tipos de luces y hasta tecnología para ambientar de forma específica un
espacio iluminado.
Sin duda, los americanos son unos genios para aproximarse a los
espacios como género, logran construir verosimilitud hasta en el más irreal de los escenarios. De igual forma que construyen códigos genéricos, estilos reconocibles para los
espectadores por ser capaces de alinear la luz a los criterios visuales y
narrativos de las historias que cuentan. Aunque existe, a mi modo de ver, una
excepción: el melodrama puede ser reclamado como género por el cine europeo de autor y, a mi parecer, por el cine
latinoamericano. “El cine mexicano tiene un cierto drama”,
dice Pascal Marti, otro de los cinematógrafos entrevistados por Maillé.
Aquí
es donde el cine americano da paso a otras lógicas, a otros enfoques, a otras aproximaciones fotográficas. La psicología del cine estadounidense exige una
exteriorización, una acción que determine el ímpetu, la dirección, el vector emocional; en oposición, el cine europeo (y el mexicano pareciera estar aprendiéndole) no tiene obligación de
visibilizar la emoción con una acción.
Es esta libertad, esta ambigüedad, que
dota al llamado cine de arte de una expresividad visual diferente. La relación con el mundo narrativo y la realidad filmada presentes en el
melodrama mexicano encuentran un espacio fértil para
las preguntas, el drama, el gesto humano, el rostro del actor, la imperfección de la vida del personaje. Estas licencias, estos resquicios no
existen en el cine de Malick, incluso no suceden del mismo modo en el drama espacial
de Cuarón.
Tres mexicanos y una francesa ocupan esa breve lista de los fotógrafos que han logrado con sus imágenes
perturbarme, hacerme sentir incómodo, dejarme pasmado. Rodrigo Prieto,
Alexis Zabé, Lorenzo Hagerman y Agnés Godard son
mis favoritos de la fotografía. Algunos de estos nombres están asociados a posts previos míos: como ya
lo anunciaba en uno de ellos, revisito constantemente los mismos pasajes, las
mismas historias, las mismas emociones.
Empiezo por Prieto, fotógrafo de varias películas de Hollywood, como Brokeback Mountain (2005), que ha
sabido dejar su huella en las películas de Alejandro González Iñárritu. Por supuesto, Biutiful (2010) es, a mi modo de ver,
la que más aproxima la cámara a los personajes. Pocas puestas en
escena tan claustrofóbicas como esta película, tal vez sólo superada por Un lac (2008) de Phillipe Grandrieux (pero hablar de ella sería meternos en el terreno de los cineastas
camarógrafos. Vale más dejarlo para otro momento).
Es en Biutiful, en la historia de Uxbal, en la complicidad
entre cámara y enfermo terminal, donde Prieto logra la magia. El estado
emocional de los personajes encuentra una simbiosis perfecta en la cámara errática que busca un descanso, un alivio, un
rellano donde descansar, y que sólo se detiene cuando se topa con un
aparecido flotando en el techo de algún piso viejo
de Barcelona.
La fragilidad del personaje de Bardem y de toda su familia se
encarna en la cámara, es testigo fiel, compañera, pero la
cercanía es distinta, se asoma disimuladamente por encima del hombro,
busca un rostro por el hueco de la chaqueta entre las costillas y el codo de
alguien, no teme parar y seguir andando para descubrir un personaje tambaleante
o un nuevo microcosmos dramático, sea la pareja de chinos, Marambra y
Uxbal, los africanos o las prostitutas y albañiles
ilegales. La cámara es una forma tímida de explorar ese mundo interior que
colisiona con una realidad que se va imponiendo poco a poco. Esa impotencia
narrativa es tratada con una enorme ternura por la cámara.
El segundo fotógrafo es Alexis Zabé, conocido por fotografiar Luz silenciosa (2007) y Post
tenebras lux (2012), ambas de Carlos Reygadas, o Temporada de patos (2004)
de Fernando Eimbcke. Aunque tristemente creo que lo reconocerán más mis alumnos por ser el cinematógrafo del
videoclip de la canción Happy de Pharrel Williams y del
de Sacrilege de los Yeah Yeah Yeahs.
El valor para fotografiar la última película de Reygadas, con la que ganó mejor
director en Cannes, es fuera de serie. Toda la película está filmada con un lente descalibrado, con aberraciones y viñeteos excesivos. Aunque la historia me parece muy dispar, lo que
dificulta la transmisión de emociones, la fotografía vuelve este filme, por momentos, un vendaval de pulsiones y
sensaciones. Las imágenes no dejan indiferente, son estremecedoras hasta el punto de
la impavidez. La propuesta valiente de un lente imperfecto recuerda a Tomás Pladevall cuando rayó, con José Luis Guerín, el negativo de Tren de sombras (1997). Fuera de serie,
retador, exigente con el espectador, pero que lo premia con visiones de este mundo
como si fuera de otro.
Y así
es como llego al tercer nombre, Lorenzo Hagerman, fotógrafo de Heli (2013) de Amat Escalante, de la cual ya escribí un ensayo en Skaz. La fotografía como si de
un paisaje lunar se tratara tiende a perder la tierra y buscar el cielo, lo que
aporta una sensación de desarraigo al espectador, como si estuviera flotando. Esta búsqueda de los cielos, de los horizontes bajos en el encuadre es también, en un sentido, muy próxima al
trabajo de Gabriel Figueroa. El color, en lugar del blanco y negro, las
tonalidades parduscas y ocres de Heli, así como la
movilidad de la cámara serían rasgos distintivos de esta fotografía del melodrama mexicano contemporáneo.
La última, no podía faltar una mujer en la lista, no es
mexicana, aunque acaba de fotografiar una película
nacional. Me refiero a Agnés Godard, que colaboró en la ópera prima de Claudia Saint-Luce, Los insólitos peces gato (2013). La sensación al ver esta cinta filmada en Guadalajara es la de una fotografía intencionada, que logra una ambientación precisa de
la historia sin dominarla. Las imágenes viven al amparo de la narración, nunca la superan, no la eclipsan. La cinefotógrafa decide la distancia frente a los objetos, establece una
relación, una interacción mutua.
El trabajo de Godard impresiona por la proximidad, por la forma de
filmar las escenas más íntimas y
lograr que la cámara no sea un intruso. Acompañó a los
actores de Un oscuro deseo, sangre caníbal (Trouble Everyday, Claire Denis, 2001) arriba de la cama
durante la filmación. Usó
un prototipo de cámara
ultraligera y pudo filmar a milímetros de los personajes, captando las líneas de la piel, el contraluz en los vellos de los amantes antes
de que ella comience a comérselo.
Dos escenas en la película de Claudia Saint-Luce muestran esta
radical cercanía a los personajes y denotan el poder de encarnar una historia a
través de imágenes pero, sobre todo, circular por
ella, estar presente, hacernos quedar inmersos en el vendaval de personajes,
acciones y emociones.
La primera es cuando Marta sale del hospital e invita a Claudia a
comer en casa. Un largo plano secuencia nos presenta el hogar a plenitud y a
cada uno de los personajes. Es un viaje frenético para
decidir qué comer, si enchiladas o hot dogs.
La escena es un síntoma del caos familiar donde, poco a poco, el personaje de
Claudia ayuda
a que todo el sistema de relaciones entre los
hermanos y la madre encuentre un equilibrio. La cámara vive
allí, se desplaza por los espacios: va a la cocina, al cuarto de
lavado, al sofá
de la televisión, para
acabar posada viendo el comedor familiar.
La escena completa la forman tres planos que duran casi cuatro
minutos. La cámara sigue los pasos de los miembros de la familia para revelar el
espacio cotidiano fracturado por la enfermedad de la madre. Nunca se siente
fuera de sitio a la cámara, no es intrusiva, no abusa de lo que
ve. Se asoma, acompaña, permanece. Dignifica su presencia, nos
ayuda a revelar el descontrol en el que viven estos personajes. La cámara es un detonador, un provocador y es absolutamente entrañable.
La segunda escena es cuando los cinco hijos, naturales y adoptados,
acompañan a Marta al mar y la ponen sobre una pequeña llanta inflable. Claudia se aferra a ella por no poder nadar. La
cámara acompaña al grupo junto a las olas que rompen:
el cuerpo de la cinefotógrafa se revela una vez más, lucha contra el oleaje igual que los actores. La presencia se
vuelve complicidad, comprensión, apoyo. La cámara nunca
duda, no teme a la marea, se acerca, encuadra, busca, observa. Se transforma en
una voluntad que mira lo que pasa y habita ahí, en la
relación entre estos personajes. La emoción domina la
escena y la cámara sabe qué hacer, es impresionante, conmovedor, cómico, todo al mismo tiempo.
Película mexicana consistente, bien narrada y con una potencia visual
que no defrauda al espectador. Otra de las cuestiones significativas a
considerar, pero tal vez tenga que esperar otro momento, es la representación que la cinta hace de Guadalajara, la provincia eternamente
omitida del cine mexicano, y que se nos muestra de una manera interesante,
provocativa, sensible, honesta. Sí, creo que merece otro post.