Con un billón de “amigos” activos, una ominosa cifra que redefine los vericuetos públicos de la vida privada a nivel global, Facebook representa para algunos el Leviatán convergente donde la cotidianidad se registra, comparte y disuelve, comentarios más, “me gusta” menos. Una especie de Logos digital que alimenta el fastidio, el consumo, la ansiedad y el aburrimiento, pero también la cercanía ilusoria, la conexión con el pasado, el registro de vida y el activismo per click. Los problemas de la empresa con Wall Street, el uso ambiguo de nuestra información personal y sus actualizaciones incómodas parecen no afectar su expansión desde 2004. ¿En qué momento un servicio de social networking deviene hábito y dependencia, nodo vivencial? 
     Nutrido desde la ansiedad por exhibir y contar lo que hacemos, lo que observamos y cómo nos vemos, para muchos Facebook reitera con ahínco la construcción de una imagen pública enredada: estridente e impertinente: en el deseo de validación de la frase ingeniosa, en la imagen ocurrente que me hace el día festivo en el muro, en la necesidad de validarme en el recuento de los pormenores personales que a nadie fuera de mí importan: euforia o aburrimiento por hacer relatoría de mi vida, desde el recuento de lo que hago al paso hasta  las nimiedades de por qué existo. 
     Si algo me ha enseñado Facebook en estos años es reiterarme la naturaleza de lo privado frente al ámbito de lo compartible, fantástico repositorio virtual de mi memoria. Me recuerda constantemente que lo secreto implica reserva y sigilo ante las imprudencias y reclamo constante de la autogestión identitaria de algunos y muchos otros.
     Cuando lo privado se vuelve público lo íntimo baja de peso y languidece, y para ello gritamos constantemente “INBOX!”, declaratoria que es apelación de respuesta pero también enunciación de los límites personales y precautorios: lo demás es fisgoneo y exhibicionismo. Y un enorme vacío bajo la red que nos atrapa.