No hay que olvidar que el cine es coetáneo del corsé y el carro de caballos
 
Jean Renoir 

Después del festejo por el Día Internacional Sin Autos (22 de septiembre), evento que reunió a miles de ciclistas y peatones en las calles de Guadalajara; y de ver el People´s Car Project de Volkswagen China, esbozo estas breves notas a modo de reflexión sobre la relación del cine y las máquinas del movimiento.
 
El emparejo del cine y el tren
Los hermanos Lumière lograron, con su tomavista de la llegada del tren a la estación, vincular dos aparatos a una misma idea: la representación del progreso. Esta unión perdura hasta la fecha, fusionando el concepto de movilidad con el de visión. La obsesión de Edison, Muybridge,  Marey y los precursores del cine por captar el movimiento ha vuelto a los medios de transporte una metáfora ineludible de la relación entre sociedad, progreso y modernidad.
 
El automóvil y el “apocalypse cool”
John Orr asociaría al automóvil con la modernidad del siglo XX americano. El vehículo funcionaría como una metáfora que agruparía desde los mafiosos del “noir” americano hasta el melodrama social familiar, espacios donde el automóvil, era un símbolo de pujanza económica. Esta imagen duraría incluso después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el coche, antes que desaparecer como síntoma de una época previa, se volvería el símbolo de movilidad y libertad posterior al miedo atómico. El auto, cómplice de la fuga en las road movies nos alejaba del pánico del fin del mundo.
 
La motocicleta (homenaje a Dennis Hopper)
Nada como Easy Rider para mostrar la fractura de las generaciones. La rebeldía, la intensificación de la identidad generada por el vehículo. Otro grande: Francis Ford Coppola con Rumble Fish. El viento en el rostro, la carretera pasando frente a nuestros ojos. Mark Seltzer diría que nada tipifica más la sensación de identidad americana que el amor por la naturaleza (nación natural) salvo, tal vez, el amor por la tecnología, por supuesto, hecha en Estados Unidos.
 
Dos híbridos globales
Después de las sinfonías urbanas de la primera mitad del siglo XX (pienso en Ruttmann, Vertov o Strand), llegarían las odas ecológicas (la trilogía de Koyaanisqatsi, Baraka o los atípicos trabajos de Werner Herzog, como White Diamond, para derivar en mecanismos acordes con los tiempos que corren: el de la creación participativa de contenidos (en este caso, soluciones de movilidad para el futuro), o el de la recuperación nostálgica de la tecnología antigua como futuro superado (una mirada desde la ciencia ficción al fin de la era del ferrocarril en México, Ecuador y lo que siga).
     El primer mecanismo contemporáneo es el resultado del concurso People´sCar Project, lanzado por Volkswagen China para crear conceptos de autos del futuro a partir de ideas del público. La plataforma tuvo 33 millones de visitas. Un auto ecológico fue uno de los tres proyectos finalistas.
     El segundo caso sintomático de la época es el proyecto de la Sonda Espacial Ferroviaria Tripulada, mejor conocida como SEFT-1, creada por los artistas mexicanos Iván Puig y Andrés Padilla Domene. Esta nave espacial elaborada a partir de una camioneta ha recorrido varias rutas de vías de ferrocarril abandonadas, reencontrando pueblos que vivían a la orilla del paso del tren y que, ante la bancarrota de la empresa Ferromex, han perdido casi todo contacto con el resto del país. Los tripulantes de la sonda han hecho diario, fotografía, videos y recogido muestras de este territorio olvidado, de este camino mil veces andado y ahora abandonado a su suerte. Luego fueron invitados a Ecuador y acaban de terminar la ruta por ese país.
     Primitivismo e innovación parecen ser dos componentes de la movilidad contemporánea. Lo que se alcanza a percibir es esta lucha aún no resuelta por decidir si el proyecto moderno fracasó y debemos volver a los orígenes, a formas más simples de organización, de desplazamiento, de estructura social; o si, por el contrario, podemos seguir soñando con que la tecnología algún día será respetuosa con el planeta y el medio ambiente, donde la participación ciudadana será fundamental para la consolidación de la esperanza en el futuro.
 





A ratos sí soy internacionalista: veo teorías de conspiración dónde sólo deberían existir fórmulas de entretenimiento. Por más frustrante que resulte, desde la comodidad de un sofá me doy cuenta que la política es el punto de apoyo que mueve al mundo.
     La irreverencia se ha apoderado de la pantalla chica en los hogares norteamericanos. Hace un par de semanas, la primera temporada de Homeland (2011), producida por Showtime, arrasó con la última entrega de los premios Emmy. No se trata de una comedia sobre una familia moderna. Tampoco un melodrama sobre el complejo mundo publicitario neoyorquino. Se trata de una thriller que abre heridas y remueve cicatrices: una serie sobre la paranoia del terrorismo.
     Contraria a otras producciones multipremiadas como Boardwalk Empire de HBO, Homeland no sorprende por su estética: nos desconcierta por su trama. El Sargento Nicholas Brody (Damian Lewis) es un sobreviviente de la invasión estadounidense a Afganistán (2001). Un marine capturado en combate que después de ocho años de ser prisionero de Al-Qaeda regresa como héroe de guerra a su hogar. Lejos de exaltar el nacionalismo a través del papel del ejército, la serie evidencia sus fallas con espeluznantes cuestionamientos: ¿y qué si el Sargento Brody fue torturado hasta perder todo contacto con la realidad? ¿Es el enemigo lo suficientemente fuerte para lavarle el cerebro a un patriota? ¿Puede el estereotipo del súper-hombre americano convertirse en un traidor?



     Poco a poco, lo políticamente incorrecto invade las formas de entretenimiento y las redes sociales. Las series televisivas más exitosas en la actualidad no sólo están ideadas para hacernos soñar con mundos fantásticos, como ocurre con Game of Thrones (HBO, 2011), el público también demanda crudeza y realidad: queremos ser espectadores de nuestras peores pesadillas y de la sumatoria de nuestros miedos.
     La realidad golpea a través del televisor en horario estelar. La crítica alaba lo que en política no se puede controlar. Reflejado en una pantalla, el gobierno puede ser gestor de su propio destino, las agencias de inteligencia se pueden dar el lujo de dudar del héroe y los ciudadanos comunes y corrientes pueden soñar nuevamente con la seguridad en casa. Como espectadores, a través de las imágenes en un televisor, esperamos evitar que el 11 de septiembre de 2001 se repita todas las semanas en la noche de primetime